¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú – Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb – 1964 – Stanley Kubrick – Asociación Amigos del Cine de Azuqueca de Henares (ACAZ)

 

 

 

 

 

 

 

Cutrecomentario de Ramón:

 

Cómo aprender a amar la bomba… y la mala leche…

 

El director Stanley Kubrick es ese genio maniático que hacía repetir una escena hasta que a los actores les salía el alma por las orejas.


Con Senderos de gloria dejó claro que la guerra le parecía una broma macabra sin pizca de gracia.


Con Espartaco demostró que podía manejar superproducciones sin despeinarse… aunque acabó peleado con medio mundo.


En Lolita se metió en un jardín que hoy quemaría Twitter, pero lo hizo con una elegancia tremenda.


Luego llegó ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, donde se rió de la Guerra Fría con un humor más negro que un café sin filtro.


Con 2001: Una odisea del espacio abrió la cabeza del público como si fuera una piñata cósmica.


En La naranja mecánica retrató una violencia tan estilizada que parecía coreografía… y tan incómoda que aún escuece.


Barry Lyndon fue su demostración de que la luz natural es la mejor amiga —y peor pesadilla— de un director perfeccionista.


Con El resplandor convirtió un hotel vacío en el peor Airbnb de la historia y regaló a Jack Nicholson uno de sus papeles más icónicos.


En La chaqueta metálica volvió a la guerra, esta vez más cruda, más fea y más cercana al absurdo humano.


Y remató su carrera con Eyes Wide Shut, un viaje sexual-filosófico donde Tom Cruise buscaba respuestas y encontraba máscaras.


Kubrick era famoso por su obsesión: controlaba cada plano, cada detalle, cada sombra, como si le fuera la vida en ello.


Apenas concedía entrevistas, lo cual alimentó su aura de director-hermitaño-leyenda.


Su filmografía es corta pero no tiene ni una paja mental gratuita: todo está medido al milímetro.


Se adelantó a su tiempo tantas veces que algunos aún están poniéndose al día.


Su estilo frío y milimétrico sigue influyendo a generaciones enteras de cineastas.


Era un maestro del tempo: sabía cuándo tensar, cuándo soltar y cuándo dejarte mirando la pantalla con cara de “¿qué demonios acabo de ver?”.


Los estudios le temían un poco, porque siempre quería más tiempo, más tomas y más control.


Sus rodajes eran el gimnasio definitivo para la paciencia actoral.


Pero el resultado… eso sí que era innegociable: cine grande, serio, poderoso.


Kubrick trataba al espectador como alguien inteligente: no daba respuestas, daba preguntas.


Su obsesión por la simetría creó imágenes que hoy son pósteres, memes o religiones.


Fue pionero técnico: se inventó cámaras, lentes y trucos para lograr lo que quería.


Su manera de mover la cámara aún es estudiada como si fuera física cuántica.


Nunca buscó premios: buscó perfección, y eso le importaba más que cualquier Oscar.


Vivió alejado de Hollywood, pero gobernó el cine desde su rincón británico.


Su obra abarca desde sátiras a ciencia ficción, pasando por terror, épica histórica y drama bélico.


Pocos directores han hecho tantas películas maestras en tantos géneros distintos.


Murió dejando un aura de misterio que encaja perfectamente con su cine.


Y hoy, digas lo que digas, hay una verdad incontestable: Kubrick sigue mandando incluso desde el más allá.

 

¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú es lo más parecido a ver una reunión de altos mandos jugando a hundir la flota… pero con bombas nucleares de verdad.

 

La premisa es tan sencilla como escalofriante: un general estadounidense se vuelve majara, activa por su cuenta un plan de ataque nuclear contra la URSS y desencadena una reacción en cadena de estupidez burocrática, testosterona militar y diplomacia de parvulario. Y nosotros, desde la butaca, nos reímos. Y cuanto más nos reímos, peor nos sentimos.

 

La película se sostiene sobre un concepto que hoy solemos dar por hecho, pero que en 1964 era dinamita: reírse de la Guerra Fría, del Pentágono, del presidente de los Estados Unidos y de la doctrina nuclear de destrucción mutua asegurada, todo en la misma tacada.


Donde otros filmes de la época tiraban de propaganda o de paranoia seria, Kubrick elige la carcajada incómoda: ese humor que te hace pensar “no debería estar riéndome de esto… pero es que es buenísimo”.

 

El dispositivo cómico perfecto se llama Peter Sellers, que aquí no se conforma con un papel, sino que interpreta a tres personajes: el presidente Merkin Muffley, el oficial británico Lionel Mandrake y el propio Dr. Strangelove, ex científico nazi reciclado en gurú nuclear con mano rebelde.


Sellers cambia de acento, de gesto y de registro con una facilidad obscena, y Kubrick le deja improvisar hasta el límite. El resultado es que cada una de sus escenas tiene punchlines que han pasado al Olimpo de la cinefilia.

 

Mientras tanto, George C. Scott convierte al general Buck Turgidson en una caricatura brutal del militar hiperactivo, babeante de entusiasmo bélico, y Slim Pickens se marca la imagen más icónica de la película: ese vaquero nuclear cabalgando la bomba como si estuviera en un rodeo, camino del fin del mundo.


Si alguien quiere entender lo que es un final “feliz” para Kubrick, que rebobine ese plano mentalmente y ponga la palabra “cínico” en letras de neón.

 

En la filmografía de Kubrick, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú ocupa un lugar rarísimo y central a la vez. Es de las pocas donde la comedia está en primer plano, pero el mecanismo que usa es el mismo que luego veremos en La naranja mecánica o en La chaqueta metálica: el contraste entre lo que se dice y lo que se ve, entre la seriedad del decorado y la estupidez del comportamiento humano.

 

Kubrick no hace “gags” al uso; hace situaciones que se vuelven graciosas porque son demasiado verdaderas para ser cómodas.

 

El “war room” impoluto, casi de ciencia ficción, lleno de generales hiperrespetables… que hablan como críos peleándose en el recreo.

 

El científico nazi que intenta controlar su brazo, porque el cuerpo le traiciona y le sale el “¡Heil!” espontáneo.

 

El presidente que intenta mantener la compostura mientras discute por teléfono con su homólogo soviético como quien llama a un vecino para decirle que se le ha caído ropa al tendedero.

 

Es una comedia de pasillos, de líneas de diálogo y de rostros crispados.

 

No hay chiste fácil; hay ironía acumulada.

 

El humor de Kubrick es tan negro que, comparado con él, el monolito de 2001: Una odisea del espacio parece color pastel.

 

En su momento, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú fue un éxito crítico notable y funcionó muy bien en taquilla para una sátira política tan arriesgada, aunque no fue un taquillazo tipo “cine de palomitas” de la época.

 

Aun así, con los años ha subido muchos peldaños en el Olimpo: aparece de forma recurrente en listas de mejores películas de la historia, especialmente en rankings de comedias y de cine político, ha sido seleccionada para el National Film Registry en EE. UU. y suele ocupar puestos altísimos en encuestas como las de Sight & Sound, AFI, etc.

 

Para la cinefilia, la peli se ha convertido en:

 

  • Manual de cómo hacer sátira política sin caerse del lado de la parodia tonta.

  •  
  • Ejemplo de puesta en escena milimétrica al servicio del humor (esos planos largos, ese montaje que sabe exactamente cuándo cortar una frase).

  •  
  • Obsesión eterna de críticos, historiadores y politólogos, que la citan cada vez que el mundo juega con la idea de apretar botones nucleares “por error”.

  •  

Hoy se la estudia tanto en facultades de cine como en asignaturas de relaciones internacionales.

 

No porque explique cómo funciona la estrategia nuclear al detalle, sino porque retrata algo más chungo: la combinación de ego, burocracia y mediocridad que hay detrás de decisiones potencialmente apocalípticas. Y eso, por desgracia, sigue vigente.

 

Lo verdaderamente brillante es que Kubrick entiende que el único modo sano de mirar a la cara a la posibilidad del apocalipsis nuclear es a través de la risa nerviosa.

 

Lo que hace en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú es mostrar que la destrucción del planeta no llegará por un villano tipo James Bond, sino por una cadena de tipos mediocres, paranoicos, borrachuzos de poder y aburridos de reuniones.

 

Y ahí está el chiste: el fin del mundo organizado por gente que no sabrías si contratarías ni para administrar tu comunidad de vecinos.

 

Ese tono atraviesa buena parte de su obra posterior: el humor negrísimo del sargento de La chaqueta metálica, los excesos grotescos de La naranja mecánica, incluso momentos casi cómicos en El resplandor, cuando la locura de Jack Nicholson se vuelve tan pasada de rosca que roza lo paródico.


La diferencia es que en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú Kubrick no disimula: pone la comedia en primera línea y nos obliga a admitir que, sí, el mundo puede acabar entre carcajadas.

 

Ver hoy ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú es hacer una especie de chequeo de ansiedad geopolítica: si te ríes mucho, es que sigues cuerdo; si no te hace gracia, quizá es que las noticias se te han metido demasiado bajo la piel.

 

La película funciona como cápsula de la Guerra Fría, pero también como espejo de cualquier época donde haya dirigentes jugando con juguetitos demasiado peligrosos.

 

Para muchos, es “la” comedia de Kubrick y, para otros, su película más perfecta: corta, concentrada, sin grasa, con un reparto en estado de gracia y un guion que no tiene ni un solo chiste inútil.


Lo único malo de revisitarla es la sensación final: que hemos aprendido a amar la película… pero todavía no hemos aprendido a dejar de preocuparnos por la bomba.

 

Y eso, querido lector de holasoyramon, ya no es culpa de Kubrick, es culpa nuestra.

 

Mi puntuación: 8,99/10.

 

 

 

Dirigido por Stanley Kubrick:

 

Ficha: En este enlace.

 

 

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Muchos besos y muchas gracias.

¡Nos vemos en el cine!

 

 

 

Chistes y críticas en holasoyramon.com

Crítico de Cine de El Heraldo del Henares

 

 

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