El Blog de Hola Soy Ramón!

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Era un niño tímido y buenecico. No tenía casi amigos. Con ocho años nació mi hermana pequeña. Esa fecha marcó una nueva etapa de mi vida.

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Desde entonces ya nadie me acompañó al colegio, ni me fue a buscar, hacía recados y gestiones totalmente solo.

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Era lo normal en la época.

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Mi madre se reía de mí y me decía que estaba enmadrado.

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Recuerdo mi infancia en blanco y negro, con noches invernales en las que encendíamos una tenue luz y alrededor de ella se ponía mi tía Concha a coser, a pesar de su hemiplejía, y yo a hacer los deberes.

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Cuando ya terminaba mis tareas, solo la luz de la radio iluminaba levemente la cocina.

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Nos poníamos a su alrededor y la mirábamos mientras se oía el rosario o el parte.

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Era una vida oscura. Mi madre, Clarita, nos acostaba muy pronto.

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El colegio era una pesadilla para mí. No había nada que odiara más.

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Los profesores y los curas usaban como técnica de dominación el terror a base de hostia limpia. Si te movías, o no te sabías algo o te pillaban despistado había consecuencias físicas.

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Lo más habitual era el bofetón. También, de manera más ceremonial, el puntero. Un instrumento de tortura que tenía una curiosa forma. Por un lado era puntiaguda y por el otro tenía forma de porra. Con eso te golpeaban en la mano. El coscorrón era muy común. Algún profesor usaba el tirón de patillas.

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Era raro el día que no te llevabas algún recuerdo a casa.

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Cuando hacía tercera de primaria, con siete años, tenía un profesor muy chulito que se llamaba Cisneros. Yo le caía mal y él a mí, lógicamente. Se formó una fila de los que habíamos cometido más de tres faltas en el dictado.

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Íbamos a recibir nuestro castigo con el puntero. Por cada falta se recibía un punterazo en la mano. Podías elegirla.

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Me llegó el turno. Presentí que el golpe iba a ser intenso e instintivamente aparté la mano. El puntero dio sobre la mesa del profesor y se rompió, lo cual corroboraba mis temores, pero complicaba la situación.

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El profesor Cisneros envió a uno de los enchufados a buscar otro puntero. La tensión era tremenda y mi temor mayúsculo. El rabia no ocultaba su rabia.

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En muy pocos minutos llegó el emisario con un puntero reluciente.

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Cisneros me sujetó la mano izquierda dispuesto a infligir el castigo. Los que esperaban detrás de mi estaban tan acojonados como yo.

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Cuando el palo caía realicé un rápido movimiento zafándome de su mano y de nuevo se rompió.

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Había sido de nuevo mi instinto de conservación.

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Fue hacia un armario cogió una percha de madera y comenzó a darme sin control en la mano mientras estrujaba mi muñeca. La mano quedó muy dolorida y francamente inflamada. Ya no dejé de llorar el resto de la mañana.

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Al final Cisneros me miró despiadadamente y me dijo:

– Si no te callas te llevas una somanta de bofetones.

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Lógicamente paré de lloriquear.

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Esta debilidad era muy mal vista por los compañeros. No encontré solidaridad. Muy al contrario algún reproche por no aceptar las normas y bastantes burlas por mis lloros.

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Este mundo escolar era muy duro para mí. Lo detestaba profundamente.

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No me gustaba estudiar y mis notas eran mediocres. Aprobaba y poco más.

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Todos los días había que realizar una ingente cantidad de deberes. La ruleta era un ejercicio con números con los que había que realizar operaciones.

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También te mandaban análisis sintácticos y buscar palabras en el diccionario. Copiar lecciones y redacciones.

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Pasados los años destaqué en eso de redactar y participé en algún concurso escolar. Pero en esos años también lo detestaba.

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La que me ayudaba habitualmente era mi tía Concha, sobre todo con la gramática.

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Mi padre algún fin de semana me hacía alguna redacción, que se notaba a la legua que yo no había escrito.

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Tenía tres cines cercanos a mi casa. El del Colegio de los Escolapios con sesiones sábados y domingos a precios muy reducidos. El cine Monumental en la entonces calle General Franco, especializado en películas de romanos.

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Recuerdo muy bien esta sala. Con asientos de madera su suelo estaba recubierto de peladuras de pipas. Nunca se limpiaba.

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Todo el mundo comía pipas. Cuando terminaba la peli te sacudías de tu espalda las cáscaras que había escupido el de atrás.

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Existía el rumor que corrían ratas por esos suelos. Yo nunca las vi.

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El cine Victoria, aunque de reestreno, era de más categoría.

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También estaba a mi alcance el Cine Fuenclara, que luego fue reformado y pasó a llamarse Arlequín. Al lado había unos futbolines. Entre un sitio y otro echabas la tarde. También muy próximo había un club de ajedrez al que acudía ocasionalmente. Nadie quería jugar conmigo porque todos me ganaban. Era muy malo. Mi padre me enseñó mover las piezas y nada más.

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Cuando tuve más edad ya visitaba los cines del Paseo Independencia, pero de muy niño me parecía un sitio lejano desde la calle Predicadores.

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La mayoría de las veces iba solo. En el cine del colegio siempre te encontrabas con compañeros y te sentabas junto a ellos, para luego caminar sin rumbo hasta que terminabas llegando a casa.

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Pero a los demás cines solía ir solo. No me importaba. Iba a mi aire. Me gustaba medir el tiempo que tardaba de un sitio a otro.

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A Clarita no le gustaba que jugara en la calle. Me veía obligado que inventar escusas para salir, como que tenía que ensayar en el coro del colegio.

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Es cierto que hice una prueba para el coro y no me cogieron, cantaba muy mal. En casa dije que me habían seleccionado, lo cual me permitía decir que había ensayo y poder disponer de tiempo en la calle sin dar más explicaciones.

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Creo que mi madre nunca se lo creyó.

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Una actividad también clandestina era cambiar tebeos en La Angelita, que tenía que ocultar debajo del abrigo, porque mi madre lo tenía totalmente prohibido, porque por ese sistema se contagiaba la tuberculosis.

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En casa los tebeos eran camuflados dentro de los libros para poder ser leídos.

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Una amigo me regaló una caja rota de zapatos con gusanos de seda. Había unas moreras en la rivera del Ebro. Allí acudía todas las tardes después del colegio y metía un buen puñado de hojas en la cartera, sin orden ni concierto.

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Tiraba las hojas sobre los gusanos y éstos las devoraban con avidez. No limpiaba nunca la caja. Los gusanos habitaban sobre un lecho de restos de hojas secas y se criaban super gordos.

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Me encantaba el proceso de la metamorfosis. Guardaba la caja de un año para otro.

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La cantidad de gusanos que salía era ingente. Un amigo me dijo que vender gusanos estaba prohibido. Cuando comerciaba con ellos tenía la sensación de que estaba realizando algo clandestino. No era venta, era tráfico de gusanos.

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Me gustaba imaginarme como un fuera de la ley.

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Cuando eran pequeños los vendía a cinco céntimos, pero si estaban gordos llegué a obtener hasta 50 céntimos. Estos ingresos me permitían una vida de lujos, o sea tebeos y cine.

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Los gusanos los llevaba en un cucurucho de papel de periódico o en los bolsillos. Los vendía en el recreo, en la puerta del cole y sobre todo en los porches del mercado. Había abuelas que los compraban para sus nietos, como un regalo especial.

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Mi vida sufrió un vuelco con la llegada de la tele en casa.

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Comprada a plazos, como todo, supuso algo extraordinario. Me lo veía todo. La hípica, el tenis, el rugbi, los toros, y por supuesto las películas. Me gustaban todas. Conocí a Tarzán, a Fred Astaire y Ginger Rogers, a Gene Kelly, a Rock Hudson y Doris Day…

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Entonces no había directores. Eran los actores los que hacían las películas.

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En los recreos comentábamos la película del día anterior. La mayoría opinaban que los musicales o las comedias románticas eran un tostón, como se decía entonces, a mí me encantaban, pero me lo callaba para encajar.

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Recuerdo con mucha nostalgia a los Chipiritifláuticos, con Valentina, Locomotoro (mi preferido y el de todos), el Capitán Tan Tan y el Tío Aquiles. Aún canto sus canciones y los seguí hasta los 15 o 16 años.

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A veces cambiaba tebeos con los vecinos del piso de arriba Ricardo y Miguel, más mayores que yo. Mi madre miraba atónica estos cambios, pero callaba por no crear conflictos con los vecinos.

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Era muy fan de Asterix. Salió una colección con los chicles y muñequitos de estos personajes. Valían una peseta. En un sobrecillo de papel había un minúsculo chicle y un muñequillo. Cuando tenía alguno que le faltaba a algún compañero se lo vendía al doble de su precio con dos chicles. Era un negocio justo

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Con eso podía comprar otros dos sobrecillos y perpetuar el negocio.

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Con estos soldadicos jugué muchos años, hasta bien mayor. En una mudanza desaparecieron. Una de las mayores pérdidas de mi vida.

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Otros post relacionados.

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Muchos besos y muchas gracias.

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Vicente el garibolos era un tipo robusto, de cuerpo sólido y pesado, que mediría alrededor de un metro setenta, con frente recta, arcos ciliares poco prominentes y barbilla saliente.

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Su aspecto tosco y sucio me despertaba cierto temor.

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Como estaba en aislamiento lo visitaba todos los días.

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A mi pregunta ritual de ¿cómo estás?, siempre me respondía que bien.

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Su chabolo estaba sucio y desordenado. Los funcionarios le insistían, una y otra vez, que debía de mantenerla en condiciones. A lo que respondía que la tenía bien.

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Su afición a los garbanzos era muy bien conocida por todos. De ahí su apodo.

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Un día me había retrasado en la visita al Módulo 5 de Cumplimiento, ya estaban repartiendo la comida, celda por celda.

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Al mismo tiempo que recogían sus raciones yo les preguntaba por su estado.

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La mayoría más preocupados por el rancho, no me hacían ni caso.

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Vicente, después de llenar su plato de garibolos, le preguntó a los funcionarios si le podían dar más.

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– Hay comida de sobra puedes repetir las veces que quieras. Pero ¿dónde te lo ponemos?

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Vicente echó un vistazo a su chabolo.

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Ofreció un vaso que le llenaron de la comida del día.

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Y después cogió una tapa verde del tigre, con forma de gran plato que cubría el retrete y la ofreció para que le sirvieran ahí más garibolos.

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Tanto el funcionario como yo pusimos una expresión de repugnancia.

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El funcionario le dijo:

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– ¿Estás seguro?

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Vicente no dudó. Emitió una especie de gruñido afirmativo y también imperativo.

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Ese día no pude comer. Tarde varias semanas en borrar esa imagen de mi cabeza.

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Días después Vicente estaba muy contento metiendo sus pertenencias en una bolsa de plástico.

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La Central de Observación era un recurso que tenían los reclusos cuando no estaban de acuerdo con el grado que les había asignado el equipo de tratamiento de la prisión.

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Era frecuente que antes y después de ser valorados en la Central de Observación pasaran unos días por Madrid 2.

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La mayoría eran presos en primer grado con condenas largas o mal comportamiento en prisión o las dos cosas.

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El régimen en este centro, que estaba anexo a Carabanchel, era menos estricto que el habitual.

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Ahí era valorado por psicólogos, juristas, criminólogos y trabajadores sociales y se les recalificaban.

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Habitualmente permanecían una semana.

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Pero Vicente estaba de nuevo en su celda al día siguiente.

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– ¿Pensaba que te ibas a la Central de Observación?

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– Fui, pero me devolvieron esa misma tarde.

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– ¿Qué pasó?

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– Nada. Maté a un tipo. Es que me debía 20 duros.

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Lo dijo con poco interés y con una frialdad absoluta.

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Llevaba unos meses de médico de prisiones. En ese momento fui realmente consciente de lo que es ser un psicópata.

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Muchos besos y muchas gracias.

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Le debía al Hospital Provincial dedicarle un post.

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Cuando iniciaba primero de Medicina, Manolo Royo, un amigo de mi padre, me propuso ir al Hospital Provincial a aprender.

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Manolo era un enfermero, entonces decíamos ATS, experimentado y pluriempleado. (Ver Jeringas de cristal – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos)

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Por las mañanas trabajaba en el Servicio de Urología.

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Él me enseñó a colocar sondas uretrales y gástricas. A poner goteros e inyecciones intravenosas e intramusculares.

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Era costumbre que cuando en cualquier servicio precisaban poner una sonda nos avisaran. En pocos días recorría el hospital y colocaba las sondas vesicales con maestría. No había uretra que se resistiera. Lo hacía de manera aséptica y eficaz.

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Manolo daba una explicación y realizaba la técnica, pero la siguiente vez te dejaba hacer y ya, desde entonces, era cuestión mía.

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El Provincial atendía a pacientes de “beneficiencia“. En aquellos tiempos no había sanidad universal y había personas que no tenían seguridad social.

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La mayoría eran indigentes que acudían al Hospital y eran atendidos de manera gratuita.

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También acudían pacientes que pertenecían a la Diputación Provincial.

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Era un hospital muy antiguo, casi ruinoso, pero con un gran volumen de trabajo y con magníficos profesionales.

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Mi admiración por Manolo era máxima.

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Otro enfermero, , me invitó a ir a urgencias para “aprender a dar puntos“.

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Durante unas pocas noches aprendí a suturar. Algún día salía emocionado de la guardia. Contaba los puntos que había dado. Me iba contento a la planta de Urología pensando que había puesto 30 ó 40 puntos.

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El jefe de Servicio era el Dr. García Miralles, que había ocupado la plaza al mismo tiempo que yo en ese verano de 1976.

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Una persona admirable, muy educada, cordial y muy elegante en los modos. Me trataba con mucho cariño.

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Antes que comenzara la consulta, hacía la historia clínica a los pacientes nuevos. Aprendí rápidamente términos como disuria, estranguria, piuria, poliuria, nicturia, tenesmo vesical…

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Manolo siempre me metía prisa. Me decía que iba muy lento, que tenía que estar preparado para la seguridad Social.

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Disfrutaba mucho en el quirófano. Recuerdo perfectamente la primera intervención en la que ayudé, era una simple circuncisión.

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No sé si el calor, o la sangre, el caso es que me mareé. Aún me puse peor de la vergüenza.

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Manolo se reía de mí y me llamaba “flojo“.

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A partir de entonces siempre que me lavaba me decía: “no te irás a marear“, mientras soltaba una risotada.

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Llegó un momento, que bajo supervisión, era el que realizaba las circuncisiones. Ahora no me atrevería.

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Ese verano fue el primero de muchos otros, hasta terminar la carrera.

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Durante el curso acudía ocasionalmente, cuando me lo permitían las clases y las prácticas en el Clínico.

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Siempre era recibido con cordialidad por todos. Yo me encontraba como en casa.

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Mi horario en los veranos era muy ajustado. Antes de las ocho y media estaba en el Provincial.

A la una entraba a trabajar de camarero en el Parque Sindical, hasta las 9 de la noche.

Era raro el día que no salía al cine o con amigos, a veces, hasta la madrugada.

Pero con 18 años se puede todo y aguantaba bien ese ritmo.

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Las noches que me quedaba a la guardia, dormía a ratos en algún sillón desvencijado.

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A Rayos me llamaban para poner los contrastes yodados para las urografías. Me daba bastante miedo, porque había muchos pacientes alérgicos.

Manolo me enseñó que siempre llevara dos ampollas de Urbason y otro par de adrenalina en el bolsillo de la bata, por si acaso.

Si había la más mínima duda, usarlas sin miedo.

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Otros personajes que no puedo dejar de mencionar son Sor Ángela, el Dr. Herrera y la enfermera María Jesús.

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Sor Ángela era la monja de la planta, siempre atenta a que no faltara de nada. Era altísima y muy fuerte, pero muy dulce al hablar y siempre con expresiones graciosas.

Cuando la veía de lejos la gritaba “monja!!!!!!!!!”, en tono claramente gamberro.

Ella se partía de risa.

Nunca la vi enfadada.

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Empecé a utilizar una frase, que luego cuando estuve de médico de prisiones usé con Sor Ángeles: “eres tan buena que no pareces ni monja“.

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El Dr. Herrera era peruano y había estudiado y hecho la especialidad en España.

Atento y cordial, muy tímido.

Tenía unas manos grandísimas y unos dedos muy voluminosos.

Temía cuando hacía tactos rectales. En ocasiones me ofrecía a realizarlos para evitar sufrimientos a los pacientes, pero eso no evitaba que él los hiciera también.

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Siempre iba muy arreglado con su corbata y su americana, y con unos cortes de pelo impecables.

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La enfermera María Jesús atendía la planta de urología y la de Derma. Muchas veces me invitaba a visitar a enfermos de Derma, cuando ella consideraba que presentaban patologías interesantes.

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Por ello aprendí a diagnosticar sarnas y pitiriasis rosadas. Recuerdo especialmente a una paciente con sífilis congénita.

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Pocos años después de terminar la carrera cuando estaba de médico en Alustante les visité. El Provincial estaba sumergido en un proceso de reformas y aquello tenía un aspecto muy mejorado.

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El incidente más llamativo en esos años fue el incendio del hotel Corona de Aragón, pero eso lo reservo para otro post.

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Muchas gracias a todos que fuisteis mis grandes maestros. Máxima emoción al recordaros.

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Muchos besos y muchas gracias.

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Sobre los hijos de Gregoria Gavin y Jaime Bernadó, de los que somos orgullosos descendientes por Pilar Bernadó.

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Ante mí, el papel en blanco, pero son tantas las cosas que tendría que contar…

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Voy a hablar (en esta ocasión) solo de la descendencia de mis abuelos paternos, Jaime y Gregoria.

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No obstante, he de añadir que los orígenes de mi abuela Gregoria son para mí, para nosotros, apasionantes, pero eso lo dejaremos para otro momento.

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Solo añado que en esta historia aparece como hija de “Padre incógnito”.

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La abuela Gregoria con la tía Nati y Conchi.

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Jaime vino de Lérida siendo un niño. Gracias a su apellido catalán hay generaciones que le debemos el decir, no es BernaRdo, es BERNADÓ.

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Jaime era guarnicionero, y según nos han dicho era un puesto relevante en la sociedad… era un artesano.

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Mi prima Conchi me ha contado que nuestra abuela (Gregoria) recién acaba de parir ya estaba dándole a los collares para las caballerías ayudando a Jaime en su negocio.
La historia de siempre.

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Todo lo que cuento aquí está documentado.

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De esta guisa empezó todo… nuestra investigación.

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No sabíamos nada más que lo que los nuestros nos habían transmitido. 12 de marzo de 2014.

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Antes de comenzar con el relato de nuestros tíos, os explico en un “pis pas” como fue nuestra investigación.

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Siempre en todas las casas de la familia se había oído la historia de que la abuela Gregoria, tuvo 23 hijos. Pero lo cierto es el pequeño de ellos (Fernando, mi padre) decía que solo recordaba a 4 hermanos, así que eso es todo lo que sabíamos.

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He de aclarar que Ana Cris e Isabel son hijas de mi querida prima Angelines, hija a su vez de Mariano Bernadó, el octavo de la lista.

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Como digo el 12 de marzo de 2014, quedamos Ana Cris y yo para empezar nuestro viaje y completamente perdidas de lo que teníamos que hacer decidimos empezar por un buen desayuno.

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Ese primer día fuimos a dos sitios, el Registro Civil y el Archivo Diocesano de Zaragoza.

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Lo primero que descubrimos es que en el Registro Civil salvo que tuvieses la calidad de investigadora no te podías sentar a ojear libros. Había que pedir partidas con nombres y fechas concretas.

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Empezábamos mal.

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De ahí con cierto desánimo nos fuimos al Archivo Diocesano. Ni idea de cómo funcionaba.

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Y mira por donde conocimos a Juan, uno de los archiveros que tal y como nos demostró durante muchos otros días se lo sabía todo de las parroquias de Zaragoza de los siglos XIX y XX.

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Nos hicieron un carné de investigadoras. Ahora no recuerdo el número, pero éramos las quinientas y pico.

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Nos explicó que por protección de datos solo se podían consultar documentos históricos, esto es, aquellos que tienen más de 100 años.

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En otras parroquias esto no fue tan riguroso, si no hubiese sido imposible conseguir toda la información que logramos.

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Juan, muy diligente nos contó que los archivos históricos de las parroquias de Zaragoza terminaban allí para ser debidamente custodiados, excepto San Pablo, El Pilar, La Seo, Santa Engracia y San Miguel de los Navarros.

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Como imagináis las visitamos todas.

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De manera que ya como investigadoras oficiales subimos a un espacio donde únicamente (y nuevamente, salvo estudios elevados) solo podíamos llevar un lápiz y una hoja de papel.

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Si encontrabas algo lo anotabas y Juan te hacia la copia.

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Recuerdo que empezamos por consultar los libros de bautismo de La Magdalena, San Felipe y San Gil.

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También es importante resaltar que no todas las Iglesias de la época podían bautizar, como es el caso de Los Escolapios y alguna más que no recuerdo.

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Ese día no encontramos nada, y creedme era muy laborioso.

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Te dejaban dos libros por persona y había que ir página a página, asiento por asiento para ver si localizábamos algún Bernadó despistado.

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La segunda vez que fuimos vino también Isabel … y se obró el milagro.

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Decidimos mirar libros de matrimonio y ella, la joven del grupo encontró la partida de matrimonio de Jaime y Gregoria (mis abuelos y sus bisabuelos) y fue fantástica toda la información que sacamos de allí.

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Por no aburriros, como digo además de todas las parroquias habidas y por haber, volvimos muchas veces al Registro Civil, incluso escribimos al Registro Civil de Vitoria porque sabíamos que allí había nacido la tía Concha.

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Estuvimos en el archivo histórico provincial, en el municipal, sacando datos de censos y padrones y en los cementerios de Torreo y La Cartuja donde tienen (con poco orden, la verdad) su propio registro de inhumados.

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No sabría decir cuanto tiempo duró aquello, pero como he dicho anteriormente fue fantástico.

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A raíz de nuestros hallazgos celebramos varias “fiestas Bernadó”, donde nos juntamos con primos, sobrinos y demás familia que llevábamos décadas sin abrazarnos. Y todo fue alrededor de nuestros ancestros, de los nuestros.

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Lo cierto es que la aventura no está acabada. Faltan cosas por descubrir.
Las dejaremos para el futuro.

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Gracias a Ana Cris e Isa por compartir conmigo la aventura de buscar nuestros ancestros. Tarea, por cierto, todavía no completada, pero que a mí al menos me llenó de felicidad y entusiasmo y también de un poco de tristeza al comprobar que dura fue la vida para ellos. Pero estamos aquí, su legado, su familia, que afortunadamente sigue creciendo.
Vaya por adelante que OS QUIERO¡¡¡¡

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Empiezo insertando una transcripción literal del matrimonio de mis abuelos.
La duda que aparece en la fecha es mía, no se entiende muy bien en el original que también os copio.

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Certificado de la Iglesia de San Felipe sobre el matrimonio de mis abuelos

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No es difícil adivinar como se conocieron Jaime y Gregoria ya que tal y como consta compartían edificio que no domicilio (aunque eso nunca lo sabremos).

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En esa época era frecuente que los edificios estuviesen formados por casas compartidas, así que ambos eran vecinos, en la Plaza del Ecce Homo nº 8.
El edificio desapareció y hoy es la antigua sede del precioso edificio de la Imprenta Blasco.

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Todas las ramas de la familia Bernadó (qué no BernaRdo, por favor), como he dicho anteriormente, hemos oído año tras año la misma historia.

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Los abuelos (o bisabuelos) tuvieron 23 hijos. La mayor la tía Pilar, el pequeño Fernando, mi padre.

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Pilar nació en 1900, mi padre en 1924. Entre ellos había una generación, por eso mis primos hermanos tenían la edad de mis padres, y sus hijos la mía… una cosa muy peculiar.

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Mi padre solo recordaba a cuatro de sus hermanos. Pilar, claro (todos la conocimos, falleció en 1993), Mariano (el padre de mi querida prima Angelines que se nos fue muy pronto y abuelo de Ana Cris e Isabel), Concha (que vivió en mi casa hasta que falleció. Otra historia que contar) y Juan José, el número 22 (padre de mi prima Conchi y abuelo de MariMar, Roberto y Sara).

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En realidad, solo los nombrados tuvieron descendencia, así que ni me puedo imaginar que hubiera sido de mi familia si los Bernadó nacidos de Jaime y Gregoria hubiesen llegado a multiplicarse.

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A muchos la vida no les dio la oportunidad, otros no sabemos a ciencia cierta si existieron, aunque lo que puedo afirmar ahora es que si bien es cierto que no puedo asegurar que mi abuela tuviese 23 hijos vivos, casi sin lugar a duda tuvo 23 embarazos.

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Nos consta que cuando Jaime y Gregoria se casaron se fueron a vivir a La Cartuja Baja. Ahora se nos antoja un barrio rural muy cercano, pero en 1900 imagino que era una odisea llegar allí.
¿Por qué se fueron fuera de Zaragoza? Quizás, (no lo sabemos) para ocultar un embarazo prematuro, pero os contaré no muy tarde regresaron a la Capital.

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Empiezo por la mayor.

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Primera hija. – Pilar Bernadó Gavin

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Mi tía Pilar me tiene desconcertada.

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Siempre hemos creído que nació el 1 de octubre de 1900, fecha muy correcta para que la boda de mis abuelos no fuera “de penalti”.

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En su certificación de nacimiento del registro civil no se ve la fecha con facilidad, y en su certificado de defunción dice que nació el 31 de mayo de 1900.

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Hemos buscado infatigablemente su partida de bautismo.

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Estos documentos son una joya, te dan mucha información y sobre todo te indica donde pueden estar bautizados los hermanos menores.

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Es frustrante… a pesar de haber repasado (varias veces) todos los registros de bautismo habidos en Zaragoza en esa época, nada… ni rastro.

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Por ello no tenemos pistas sobre los hermanos 2 y 3.

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Pero vaya, lo importante es que era la Jefa. Le viven dos de sus hijos (también sufrió la pérdida desoladora de otros pequeños y la de su marido a muy temprana edad), mis primos Carmen y Carlos, que a su vez se multiplicaron y forman parte de mi gran familia (“La Mari” no).

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Soy incapaz de descifrar de este documento donde estaban domiciliados.

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Certificado del Registro Civil del nacimiento de Pilar

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Certificado de defunción del Registro Civil de mi Tía Pilar Bernadó

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Segundo y tercer hijo.

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Como he dicho anteriormente del segundo y tercer hijo de mis abuelos no tenemos constancia, pero sabemos que existieron porque en la partida de bautismo del décimo, dice tal cual que es el décimo hijo del matrimonio, por tanto, antes que él hubo nueve, pero ya llegaremos a Jaime.

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Cuarto hijo. – Francisco Bernadó Gavin.

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Francisco nació en marzo de 1903 y falleció de tuberculosis con 17 años el 27 de julio de 1920.

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Mis abuelos ya vivían en la C/ Perena nº 7, ese callejón de César Augusto que va a parar a la Plaza del Ecce Homo de donde salieron para casarse.

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Partida de bautismo de Francisco. Iglesia de San Felipe

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Partida de defunción de Francisco. San Pablo.

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Quinta hija. – Concha Bernadó Gavin

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Mi tía Concha, la tía Concha.

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Como he dicho se merece un post aparte. Tuvo una vida muy triste y compartió nuestra infancia hasta que falleció.

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Nació en Vitoria el 13 de noviembre de 1904. No nos explicamos que fue a hacer nuestra familia a esa ciudad en esa época.

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En ese momento como digo, mi familia vivió en Vitoria, en concreto en la entonces llamada C/ Nueva Centro 5, piso 1º.

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Falleció el 3 de diciembre de 1970 en nuestra casa de la calle Predicadores 66 piso 1º, yo acababa de cumplir 8 años.

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Partida de nacimiento de Concha. Registro Civil de Vitoria

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Partida de defunción de Concha. Registro Civil de Zaragoza

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Sexto hijo. – Alejandro Mariano Bernadó Gavin

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Por lo que cuentan, un golfo, digno hijo de su padre.

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Mariano se casó con Pilar y de ahí vino al mundo mi queridísima prima Angelines, quien a su vez se casó con el caballero Guillermo.

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Ambos nos regalaron tres Bernadó más: Guillermo, Ana Cris e Isabel.

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Como he dicho al principio… La vida me ha dado el regalo de estas dos mujeres sin las que este escrito hubiese sido imposible. OS QUIERO¡¡¡

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Mariano nació el 31 de enero de 1906. Falleció el 4 de enero de 1948, por lo que no tuvimos la ocasión de conocerle.

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Si algo que nos pesa es no tener una foto de él para ver qué pinta tenía este Bernadó.

También es digno de otro post.

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Al nacer, los abuelos volvían a vivir en la C/ Perena nº 7.

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Partida de nacimiento de Mariano. San Felipe

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Séptima hija- Magdalena Bernadó Gavin

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Magdalena nació el 21 de julio de 1907 y aunque ahora no encuentro su partida de defunción, recuerdo que la encontramos en el archivo parroquial de El Pilar, y que murió muy pequeña, con apenas algunos meses.

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No sé qué he hecho con ese documento.

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Por aquel entonces la familia se había trasladado a vivir a la C/ Agustinos 21.

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Partida de nacimiento de Magdalena. Registro Civil

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Octavo y noveno hijos.

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Al igual que pasó con el segundo y tercer hijo, no tenemos constancia, pero ahora llega el décimo para gritarnos que sus hermanos existieron.

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Décimo hijo. – Jaime Francisco Bernadó Gavin.

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De Jaime sabemos que nació el 4 de junio de 1910, y no sabemos nada más.

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Bueno sí, que su madrina fue su abuela materna Pascuala y que su partida de bautismo dice que fue el décimo hijo (qué importante ese dato).

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Y “vuelve la burra al prao”.
Mis abuelos volvieron al barrio, en esta ocasión vivían en la Plaza del Ecce Homo nº 8, ni más ni menos que el edificio del que salieron para casarse en 1.900.

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Partida de bautismo de Jaime. San Felipe

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Undécimo hijo. – Emilio Lázaro

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De él sabemos que nació el 17 de diciembre de 1911 y que su madrina fue una hermana de su madre, Francisca.

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Cuando nació este tío mío, la familia había vuelto a mudar de residencia. En esta ocasión a la C/ Las Armas 87

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Nada más.

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Partida de bautismo. San Pablo

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Duodécima hija. – Francisca Bernadó Gavin

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Fue muy triste encontrar a Francisca. Y fue muy triste porque nació el 25 de mayo de 1913 y falleció dos días después el 27 de mayo.

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No sé cómo mi abuela podía gestionar tanto dolor.

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Partida de bautismo de Francisca. San Pablo

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Partida de defunción de Francisca. San Pablo

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Decimotercera hija. – Teresa Bernadó Gavin

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Sabemos que falleció el 17 de diciembre de 1914, cuando tenía 7 meses. La causa fue una bronquitis.

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Y en esta ocasión, vuelta a cambiar de casa… ahora tocaba en la C/ Escuelas Pías 25, donde también nació Ernesto Santos.

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Partida de defunción de Teresa. San Pablo

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Decimocuarto hijo. -Ernesto Santos Bernadó Gavin.

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Ernesto, o Santos, nunca sabremos como le llamaban, nació el 14 de noviembre de 1915, vivió 4 meses, falleció el 29 de febrero de 1916 (ahora sabemos que 1916 fue bisiesto).

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Partida de bautismo. San Pablo

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Partida de defunción. San Pablo

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Decimoquinto hijo. – Manuel Bernadó Gavin

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Manuel falleció el 4 de marzo de 1920, sabemos que entonces tenía 3 años y que se lo llevó una gastroenteritis.

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Había nacido el 14 de octubre de 1917.

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Cuando nació Manuel vivían en la C/ Aben Aire 47 y aunque se fueron cambiando del bajo al segundo, esa fue durante muchos años su casa, y allí fue donde nació mi padre, el pequeño de los Bernadó.

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Partida de bautismo de Manuel. San Pablo

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Partida de defunción. San Pablo

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Decimosexta hija. – Florencia Amparo Bernadó Gavin

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Florencia Amparo (creo que la llamaban Amparito y que era muy querida por todos), nació el 7 de noviembre de 1919. No sabemos más.

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Partida de bautismo. San Pablo.

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Decimoctava hija. – Teresa Bernadó Gavin

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Mis abuelos insistieron en llamar Teresa a otra de sus hijas. La explicación es que la madre de Jaime (mi abuelo) se llamaba así.

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Teresa cogió el relevo de su hermana nacida en 1914, pero tampoco esta vez el nombre le trajo suerte.

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Falleció a los siete meses el 19 de octubre de 1921. Otra bronquitis.

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Partida de defunción. San Pablo

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Decimo noveno hijo. – Félix Juan José Bernadó Gavin

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Al tío Pepe le conocimos todos, nació el 23 de noviembre de 1922 y falleció el 25 de diciembre de 1999. Y tenemos una explicación para que recibiera Félix de primer nombre, pero esa es otra historia.

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Recuerdo que su mujer (la Tía Nati, una maña maña) cumplía años el día que falleció, por lo que no pudo acompañarle. Estaba en cama padeciendo una de sus muchas bronquitis.

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Vivian en el barrio de Delicias, Plaza de Huesca núm.9, un tercero sin ascensor y con unas escaleras horripilantes de duras.

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Nos dejaron a la prima Conchi que se casó con Emilio y nos han regalado una maravillosa descendencia.

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De izquierda a derecha. El primo Carlos, el tío José, Joaquín, el suegro del tío José, José Luis y Fernando, nuestro padre.

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Partida de bautismo. San Pablo

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Partida de defunción. Registro Civil.

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Foto gentileza de mi prima Conchi donde aparece ella de pequeña con nuestra abuela Gregoria y nuestra tía Concha.

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Vigésimo hijo. Roberto Fernando Bernadó Gavin

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A saber, porqué a mi padre le pusieron Roberto de primer nombre. Jamás nadie le llamó así.

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Fue el pequeño, el último, el niño mimado.

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Se pasaba 24 años con su hermana mayor Pilar.

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Sin duda papá merece un post aparte. Hoy es solo el último eslabón.

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Decir de él que creó una maravillosa familia de la que soy parte orgullosa.

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Familia que como he dicho sigue creciendo y lo hace de forma espectacular.

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Nuestros últimos fichajes Luca y Leo… pero eso también merece otro post.

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Mi padre nació el 26 de septiembre de 1924 y falleció el 12 de febrero de 2010.

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Partida de bautismo. San Pablo

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No tengo archivada su partida de defunción, aunque seguro que si la busco entre mis papeles la encuentro.

Tampoco me hace falta, esa fecha la llevo grabada en mi corazón.

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Como veis hemos constatado la existencia de 15 hijos, aunque tenemos la certeza de la existencia de 4 más, un total de 19.

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Los últimos nacimientos se registraron todos en la Parroquia de San Pablo (en concreto desde 1911). Siempre vivieron en ese barrio. Si hubiesen nacido con vida los hubiésemos encontrado.

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Hasta 1911 están todos localizados o sabemos de su existencia.

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Ello me hace pensar que, si bien es probable que mi abuela Gregoria tuviese 23 embarazos, creo que solo llegaron a vivir los 19. Y digo “solo” como si eso fuese una menudencia.

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Además, nos consta que el abuelo Jaime era bastante “Viva la Virgen”, así que es fácil que haya por ahí Bernadó no legitimados, pero eso… es otra historia.

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Muchas gracias por leerme.

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Pilar Bernadó Marrero

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16 de enero de 2022

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Muchos besos y muchas gracias.

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Clarita y Fernando se conocieron en una boda. Ella amiga de la novia. Él del novio. Muy tópico.

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Comenzaron a salir y llegó el momento en el que Fernando invitó a su casa a Clarita.

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La Abuela Gregoria la recibió con:

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– ¿Así que eres la novia de mi hijo?

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Mi madre se sonrojó:

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– Pues no me había dicho nada, aún.

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Mi padre, un hombre tímido y de pocas palabras se declaró de esta guisa a mi madre, una joven despierta y dicharachera.

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Un año después de la boda de los amigos celebraron la suya.

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Los dos habían pasado de los treinta y para la época eran casi solterones.

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Fernando, curtido en las noches zaragozanas por su oficio de camarero, celebró con sus amigotes la despedida de soltero, la noche anterior al evento.

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Según su relato pasó la velada de garito en garito. Sus amigos le impidieron regresar a casa hasta la madrugada.

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Se levantó en un estado lamentable, perfecto para una boda.

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Fernando era el vigésimo tercer hermano, todos hijos de la Abuela Gregoria y del Abuelo Jaime, personajes que se merecen un post especial.

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Cuando tiempo después falleció la Abuela Gregoria, su puesto de matriarca fue ocupado por la Tía Pilar.

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Pilar era la mayor de la saga Bernadó Gavín y nació en 1900, como todo el mundo decía, iba con el siglo.

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A los 57 años ya tenía un hijo casadero, mi primo Carlos de parecida edad a mi padre.

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Mi prima Carmen era mayor que Carlos y ya estaba casada y con dos hijos.

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No sé si esto deja claro, que tengo sobrinos segundos más mayores que yo y primos de la edad de mis padres.

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Carlos se casaba con mi prima Mari, que siempre ha ocupado el papel de malvada oficial en esta compleja familia.

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Las relaciones con mi prima Mari han sido difíciles. Mi madre y ella nunca se han hablado, pero Mari siempre ha demostrado mucho cariño hacia mi padre y hacia mí, a lo largo de todos los años.

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Carlos siempre ha sido considerado una magnífica persona, un buenazo, al estilo de mi padre y un sufridor por soportar a mi prima Mari.

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Se debió de pactar la boda de las dos parejas para abaratar costes.

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Era tiempos de penuria económica. Por dar un dato, mis padres, que no tuvieron viaje de novios, se fueron a vivir realquilados con derecho a cocina en una vieja vivienda en la calle Ramón y Cajal donde 9 meses después nací yo.

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En ese pacto se hizo constar que las dos novias irían con un traje sencillo y sin cola. Una boda modesta, sin alaracas.

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La relación entre mi tía Pilar y mi prima Mari ya debía de estar deteriorada, pero se complicaron cuando apareció con un traje con varios metros de cola.

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Pilar enfurecida pretendió cortar la cola con unas grandes tijeras a la entrada de la iglesia, pero mis primos Carmen y José Luis se lo impidieron.

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En este ambiente de cordialidad se desarrolló el festejo.

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Por parte de mi madre solo acudieron a la boda su hermano Ramón, que ejerció de padrino, y su cuñada Juanita que vivían en Madrid. La familia canaria no pudo asistir. Mi abuelo Ramón ya andaba enfermo de cáncer.

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Os comento algunas fotos.

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Mi madre en su juventud. Una belleza muy de la época.

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Clarita con cara de circunstancia. Fernando con pinta de enfermo. Y la tía Concha, un personaje fundamental en mi infancia. (Mi tía Concha – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos).

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Las dos parejas recién casadas.

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Mis padres a la derecha con un Fernando sonriente y una Clarita despistada.

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A la izquierda Mari mira con descaro a la cámara con aires de seguridad y Carlos la observa admirado.

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Desconozco quien es la joven vestida de blanco de extraño gorrito. Tal vez la novia de otra boda celebrada a la vez. Que sea una invitada, sería sorprendente. El blanco quedaba reservado a las novias.

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Mi madre muy sonriente, la amiga de blanco seria a más no poder.

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Detrás a la izquierda se ve a mis primos Carlos y Mari, ella muy feliz.

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En ninguna foto aparecen ni mi tía Pilar, ni mis primos José Luis y Carmencita ni sus dos hijos, Pepe y Falín.

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En esta instantánea, un robado, no un posado, se les ve muy contentos, subiendo al coche. Tal vez, escapando de la situación.

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Fernando siempre fue extremadamente delgado. Clarita con un vestido bastante bonito y sin cola.

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Termino con la foto del inicio. Un posado muy clásico, en el que la pareja parece más de funeral que de boda.

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No consigo identificar la iglesia del feliz evento. Tal vez la Iglesia de Santiago o más probablemente la de San Pablo.

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Espero comentarios de la familia.

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Muchos besos y muchas gracias.

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René Martin era un francés de origen africano que acudía ocasionalmente a la consulta por patología menores, como dolores articulares o síntomas catarrales.

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No hablaba nada de castellano y a mí me divertía intentar entenderle en francés.

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Durante muchos años fue el idioma que estudié en el colegio. Nunca di inglés. Siempre he presumido de saber (algo) del idioma de Molière. Cuando hemos visitado Francia me he dado vida.

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No notaba nada especial en René. Era educado y hablaba despacio y en voz baja.

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Un día me llama el funcionario del Módulo 2 de Cumplimiento para que lo viera por su comportamiento extraño.

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Lo único raro que encontré en su conversación es que hablaba en primera persona del plural (nous).

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Le pregunté si se sentía superior y comenzó a largar como si no hubiera un mañana.

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Me contó que era Dios. Podía hacer viajes astrales y que todas las noches visitaba un país del mundo para conocer sus problemas e intentar resolverlos.

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Me explicó que sus poderes sobrenaturales eran fruto de la maternidad de su madre gracias a la acción de Dios Padre.

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Podía leer la mente de las personas y sabía que yo le creía y que iba a hacer todo lo necesario para que su religión perdurara.

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Hubo un momento en el que se embaló y comenzó a hablar más rápido.

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Tuve que recurrir a un traductor.

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Jean Bernard, un belga que era el ordenanza de enfermería. Un individuo callado, de baja estatura que no paraba de trabajar. Siempre con la escoba y la fregona, limpiaba incesantemente todas las dependencias de las Enfermería.

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Hablaba perfectamente castellano después de muchos años de residencia en nuestro país y de estar casado con una chica de Torrejón, de la que siempre enseñaba una foto, muy artística.

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El discurso de René era muy prolijo y minucioso, describiendo sus poderes divinos, claramente inspirados en la tradición católica.

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Nos explicó que él influía directamente sobre el Papa de Roma y que todas sus decisiones eran tomadas bajo su supervisión.

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Decidí ingresarlo en la Enfermería de Preventivos que se había especializado en pacientes psiquiátricos para que ahí fuera valorado por el especialista.

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Realicé el informe y hablé con la Subdirectora Médica.

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A los tres días vuelve a venir a consulta.

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Mi asombro es máximo esperaba que estuviera ingresado.

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En Jefatura me explicaron que lo habían tenido dos días en el Módulo de Enfermería de Preventivos y le habían dado el alta.

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Llamé a la otra Zona. Antoñito era el médico que se encargaba de la Enfermería.

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Hablo con él y me explica que le había preguntado que cómo estaba y le había dicho que bien y en consecuencia le había dado el alta.

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Antoñito era un médico, un par de años más joven que yo, que textualmente pasaba de todo.

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Incapaz de tomarse interés por los pacientes ni de resolver ningún problema. Siempre intentaba encajar el muerto a otro.

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Vago e incompetente hasta decir basta. Además era muy miedoso y se escondía en el baño al menor problema.

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Yo sé que no está bien hablar mal de los compañeros, pero hoy estoy desatado.

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El inútil de Antoñito no había sido capaz de leer mi informe con el presunto diagnóstico de Cuadro delirante crónico.

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Le monto un pollo, pero le da igual. Incluso se pone chulito.

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Los funcionarios del Módulo me dicen que no puede estar ahí. No obedece las órdenes, no come, se queda en un rincón en posturas raras y que habla continuamente solo, sin que se le entienda nada.

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Se ha deteriorado en pocos días y mi diagnóstico cambia al de esquizofrenia paranoide.

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Al volverle a explorar relata que se le parecen los santos y le hablan continuamente. Ya presenta alucinaciones visuales y auditivas dentro de su delirio religioso, pero, además, presenta deterioro de su situación personal, con falta de aseo y desorientación temporal y espacial.

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Le vuelvo a enviar a la Enfermería de Preventivos.

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Al día siguiente estoy de guardia y me avisan, a eso de las nueve de la noche, que René Martin se ha subido a una mesa y está quieto como una estatua.

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Efectivamente esta en una postura muy incómoda, de cuclillas con la cabeza hiperextendida y lleva en esa posición más de una hora. No hace caso a nadie y mantiene un mutismo absoluto.

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Le muevo las extremidades superiores y las mantiene en la posición en lo que se llama flexibilidad cérea, que es propia de la esquizofrenia catatónica.

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El pobre René había evolucionado de tener, sobre todo, síntomas delirantes a padecer síntomas motores. Su esquizofrenia paranoide se había trasformado en una Esquizofrenia catatónica.

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Estaba claro que no éramos capaces de tratar este proceso y lo derivo de urgencias al Hospital Psiquiátrico.

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Días más tarde me entero que estando ingresado le había llegado la libertad y había sido trasladado a un centro psiquiátrico no penitenciario.

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Nunca supe nada más de René Martin.

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Otros post relacionados:

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Episodios de locura – Jacinta – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

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Episodios de locura – El diablo dentro – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

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Episodios de locura – Flexibilidad cérea – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

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Muchos besos y muchas gracias.

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En estos relatos suelo mantener los nombres de los personajes que presento, pero en esta ocasión los voy a cambiar.

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Mientras yo estudiaba Medicina, en la segunda mitad de los años setenta, mi padre entabló amistad con José Gordans, presidente de la Federación Aragonesa de Boxeo.

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Era un tipo fuerte y obeso. Rudo en sus comentarios y en su manera de actuar.

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Siempre recordaré que un día me vio jugar al fútbol y me dijo a gritos:

– ¡Ramoncico. Tú estudia que con esto del fútbol no te ganarás la vida!

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A mí me apreciaba, o eso me parecía.

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Otro personaje de esta historia era el Doctor Pajarito. Nunca supe su nombre siempre le llamé con el doctor delante y el apellido después. Todo el mundo le llamaba solo por el apellido.

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En los setenta todos los médicos andaban pluriempleados. Se cobraba poco de cada sueldo, pero entre varios, se recogía una pasta.

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No existía lo de la dedicación exclusiva, que fue un invento de los ochenta con los gobiernos de González.

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Nada más terminar la carrera el Dr. Pajarito comenzó a trabajar en un cupo del seguro, de los que solo había que estar dos horas en un ambulatorio. También de cardiólogo y de geriatra. Y gracias a la amistad con Pepe Gordans como médico de la Federación de Boxeo.

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En estos años todos los fines de semana, generalmente los sábados por la noche, se organizaba una velada con boxeadores amateurs de la región.

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Ahí compitió Perico Fernández antes de ser campeón mundial.

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Otro habitual era Benito Escriche, el campeón de Aragón de los pesos pesados, básicamente porque era el único.

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Benito era un tío muy grande y corpulento, pero con algo de barriguilla. De aspecto temible, era de trato muy cordial.

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Comenzó como torero, para después dedicarse al boxeo. En esos años tenía una empresa de limpieza.

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Gracias al Dr. Pajarito entré de interno en Cardiología en el Clínico y  aprendí algo más de una especialidad que me parecía muy difícil. Me sirvió de mucho porque la patología cardiaca es muy frecuente. Aunque todo lo que sé de electros, y es bastante, lo sé gracias a un libro maravilloso, que he releído muchas veces, el Dubin.

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Un viernes a la hora de comer me llama el Dr. Pajarito:

– ¿Podrías ir mañana a la velada de boxeo? Yo me voy a la nieve con la familia.

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– Y ¿Qué hay que hacer?

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– Nada. Cómo mucho suturar alguna ceja y controlar alguna epistaxis. Eso tú lo controlas, sin problemas. Muchas gracias. Ya me cuentas. Estará Gordans. Él te dice.

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Me colgó sin darme muchas opciones.

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Llegué a la puerta del polideportivo. Después de decirle al de la entrada que era el médico y preguntar por Pepe, me dejó pasar sin problemas y me lo señaló a lo lejos.

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Gordans, al verme me pregunta:

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– ¿Qué hace aquí Ramoncico?

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– Vengo por el Dr. Pajarico, que se ha ido a esquiar.

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– ¿Sabes coser cejas?

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– Más o menos. Me ha enseñado Manolo.

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– Lo normal es que no haya nada. Ya lo vemos.

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Me llevó a un cuartucho con una camilla vieja y una estantería donde había gasas, un porta, una hoja de bisturí, suturas de dos ceros, mercromina y agua oxigenada.

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Nada más comenzar el primer combate, de peso mosca, uno de los boxeadores comienza a sangrar por la ceja. Se suspende el combate y le suturo como mejor supe.

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Pepe me da ánimos.

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– Lo has hecho fenomenal. Mejor que Pajarito, que se pone muy nervioso. El parte lo firmas con su nombre. Haz un garabato y listo.

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Todo el mundo me da las gracias, incluido el menudo púgil. Y, lo que es más asombroso, todo el mundo me llama doctor.

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Gordans, que nunca bebía alcohol, me trae una Coca-Cola.

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Con algún incidente menor pasa la noche bastante agradable.

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Al acabar Pepe y unos amigotes me invitan a ir de putas, en lo que parece una tradición. Les doy las gracias y me voy a buscar a algún amigo por la zona de San Juan de la Cruz.

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Gordans era muy putero, siempre presumía de ello. Todos conocíamos que además de su mujer tenía una querida.

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Lo de ir de putas a mí me daba un miedo terrible y nunca he perpetrado esa actividad. Aunque en esos años no estaba mal visto socialmente. Ni nadie se planteaba problemas morales. Es triste decirlo, pero era así.

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El ritual de la llamada de los viernes de Pajarito, y mi presencia el sábado en la velada de turno, se convirtió en una costumbre.

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A veces, el doctor ni siquiera hablaba conmigo, le dejaba el recado a mi madre que me decía:

– Ha llamado Pajarito.

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Con eso era suficiente.

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Gordans me recibía siempre con afecto y siempre me apoyaba en mis actuaciones médicas.

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Incluso en alguna ocasión, en la que decidía derivar al boxeador al Hospital en ambulancia, no me ponía objeciones.

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Luego me decía:

– Ya sabes que esto de la ambulancia y el Hospital lo tiene que pagar la Federación y sube una pasta.

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Luego añadía en tono jocoso, pero con cierto aire de reproche:

– Y nos lo tenemos que quitar de las putas.

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Levaba cuatro o cinco meses dedicando los sábados a la velada correspondiente y decidí terminar con el asunto.

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Lo de Pajarito me parecía un abuso. Además, de pagar algo, no se habló en ningún momento.

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Le indiqué a mi madre que cuando llamara le dijera que no podía ir más.

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El sábado muy temprano por la mañana me vuelve a llamar.

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– Estamos en el pueblo de mi mujer. Yo contaba contigo. No me puedes dejar colgado.

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– Lo siento, pero tú eres el titular y es muy irregular que vaya yo siempre.

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– Yo lo hacía para que aprendieras. Pues si esto no lo quieres, lo de cardio no podrá seguir.

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Nunca imaginé que esto era en pago por su ayuda en el Hospital Clínico.

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No me gustó su actitud y fui brusco.

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– Búscate a otro. Conmigo no cuentes ni para ir al wáter. (Expresión que usaba mucho en esos años y sigo empleando).

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Mi relación con el Dr. Pajarito se rompió bruscamente y claro de dinero ni hablamos.

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Gordans me llamó días después para agradecerme los servicios prestados y ofrecerme ir de putas cuando quisiera.

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De Perico Fernández hablaré en otro post.

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Muchos besos y muchas gracias.

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Con este post completo una especie de trilogía de Episodios de locura.

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Las dos entregas anteriores han sido:

1. Episodios de locura – El diablo dentro – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos
2. Episodios de locura – Jacinta – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

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En Jacinta comentaba un caso de Psicosis maniaco-depresiva.

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El diagnóstico en El diablo dentro era la Esquizofrenia paranoide.

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Fermín era un interno simpático, que contaba chistes y parecía siempre alegre.

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No era conflictivo y ocupaba un puesto de confianza en la Jefatura de Servicios de Cumplimiento.

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Realizaba funciones sencillas. Llevaba cafés a los funcionarios de Jefatura, mantenía limpia esa zona y hacer recados.

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No llamaba la atención para nada.

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Una mañana temprano me llama Jacinto, el Jefe de Servicios. Me pide que vea a Fermín que “cuenta cosas raras”.

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En la consulta se muestra receptivo y colaborador. Me ha traído una Coca Cola, sabedor de mi dependencia a la cafeína.

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No me refiere ninguna patología. No relata problemas de salud.

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– Solo lo del ruido.

– ¿Qué ruido?

– Desde hace años tengo una radio metida en la cabeza. Me la introdujeron unos extraterrestres. Me abdujeron cuando estaba trabajando en Daganzo.

Me tuvieron secuestrado varios meses. Lo pasé fatal porque me metieron tubos por el culo varias veces y como no confesé nada, me castigaron dejándome una radio encendida en la cabeza.

No han querido operarme. Me dicen que no vale la pena, pero a mí me molesta y sí que me gustaría que me la extrajeran con laparoscopia o como sea.

Aunque, no se lo crea, me da miedo que se enteren los aliens y vengan de nuevo a metérmela otra vez.

La radio les sirve de espionaje y por medio de ella se enteran de todo. Cualquier debilidad mía o del mundo servirá de excusa para invadirnos.

Pero, sí quiero que me operen.

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Todo me lo cuenta de tirón, con una firme convicción.

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Me quedo a bolos.

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En aquél momento aún estaba abierto el Hospital Psquiátrico de Carabanchel.

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Miguel Ángel venía todas las semanas al Centro a pasar consulta a los pacientes que derivábamos a Salud Mental.

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Era un psiquiatra alto y muy corpulento, pero muy simpático y amable.

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Su experiencia en psiquiatría penitenciaria era enorme.

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Miguel Ángel, además era mago. Actuaba en salas de fiesta haciendo sus números combinados con humor.

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Sabía impregnar todo de buen rollo.

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Muy respetado entre los internos, a los que trataba con cierto paternalismo.

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Valoró a Fermín y decidió que se le ingresara en el Psiquiátrico Penitenciario.

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Unos pocos días después Fermín regresó a Madrid 2.

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El diagnóstico que le habían otorgado era de Cuadro delirante crónico, que no afecta a su vida normal.

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Efectivamente Fermín padecía un delirio muy elaborado, contando muchos detalles y siendo prolijo en su relato.

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Pero si no tocabas ese tema, hacía una vida normal y este delirio que estaba muy incrustado en su personalidad, no afectaba a su funcionalidad.

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Lo más adecuado era que no recibiera estímulos respecto al tema de los extraterrestres. Evitar películas y literatura de ciencia ficción eran consejos sencillos y eficaces.

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Este tipo de delirios suelen ser irreductibles. El paciente los considera totalmente verdaderos y no hay quien le pueda convencer que son fruto de su imaginación y no reales.

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Incluso intentar desmontarlos resulta perjudicial porque el paciente te puede meter en el delirio y pensar que colaboras con los aliens o cuestiones parecidas.

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En estos delirios no encontramos ni  alucinaciones, ni alteraciones del lenguaje o el pensamiento, y no conllevan deterioro de la personalidad. A diferencia de la esquizofrenia.

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Una pregunta clave a estos pacientes para saber si están “curados”, es preguntar sobre si sus pensamientos son fruto de una patología. El conocer si hacen autocrítica de su delirio.

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Cuando vi a Fermín le pregunté qué le había pasado.

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Me dijo de manera muy razonable que había estado enfermo y que gracias al tratamiento ya estaba bien.

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– Lo de los ovnis y todo eso era fruto de imaginación. No era real. Lo he comprendido en el Psiquiátrico.

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Me quedé muy sorprendido de la autocrítica que hacía del proceso.

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Pero al salir de la consulta me miró y con gesto de preocupación me dijo:

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– Don Ramón. Lo he pensado bien y sí quiero que me operen y me saquen la radio. Ya sé que lo hacen los neurocirujanos. Sin prisas me lo arregla. Cada vez me molesta más tener el transistor encendido todo el día.

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Fermín mantenía su delirio. Su discurso de curación era una disimulación.

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Había comprendido que si no decía que todo era fruto de su imaginación no le daban el alta del Psiquiátrico y seguiría con pastillas. En consecuencia disimulaba su patología.

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Sigo con esta sección de Episodios de locura dentro de Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos.

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Ernesto era un muchacho muy educado. Acudía a consulta ocasionalmente.

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Con sus gaficas, su rostro bien afeitado y su pelo perfectamente cortado parecía un estudiante de la Facultad de derecho.

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Nunca le pregunté el delito por el que estaba en prisión.

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Era mejor no saberlo. Conocer al individuo simplemente, hacía que pudiera conectar mejor con él.

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Hicimos cierta amistad. A veces solo acudía a la consulta para charlar un rato.

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Eso no me molestaba en absoluto. Lo agradecía.

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Prefería su sinceridad, que no los que se inventaban patologías para salir del módulo y darse un paseo hasta la enfermería a trapichear.

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Durante un largo periodo no volví a verlo. Tal vez había salido en libertad o había sido trasladado a otro módulo o a otra prisión.

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Un domingo por la tarde, casi anocheciendo prematuramente, al ser invierno, padecía una guardia tranquila.

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Estando en la Enfermería de Preventivos me avisa el funcionario del Módulo de Enfermería que uno de los internos quería hablar conmigo.

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Veo aparecer a un interno con una barba larga y espesa, con un cabello enmarañado y largo, de aspecto andrajoso y desaseado.

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– ¿No me conoce Don Ramón? Soy Ernesto. Necesito que me ayude.

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Tardé en saber quien era, pero observando su rostro y haciendo un esfuerzo lo identifiqué.

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– Pero, ¿qué aspecto tienes? ¿Qué te pasa?

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– Necesito que me saque el demonio que llevo dentro. Me dice que mate a alguien. ¡Por favor ayúdeme!

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Como es lógico sentí un gran desasosiego.

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Le pregunté con tranquilidad qué le pasaba.

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Me contó con bastante detalle que hacía meses que se le aparecía el demonio y que le hablaba. Quería meterse en su cuerpo.

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Él había luchado para evitarlo, pero hoy lo había conseguido y no paraba de  darle órdenes de asesinar a alguien.

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Miré su historia y efectivamente desde hacía dos meses estaba ingresado en la enfermería por presentar un cuadro alucinatorio. Había sido valorado por el Psiquiatra y le había prescrito tratamiento con neurolépticos.

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Le pregunté que si se tomaba el tratamiento.

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– Me obliga la enfermera a tomarlo, pero me lo escondo debajo de la lengua y no me lo trago. Yo no soy un enfermo mental. Lo que necesito es que me saquen el demonio de dentro.

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El pobre Ernesto padecía un delirio demoniaco.

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Con alucinaciones visuales y auditivas. Veía al diablo y lo oía, ahora metido en el interior de su cuerpo.

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Era claro el deterioro de su persona desde que se inició este brote de esquizofrenia paranoide.

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Un dato fundamental es la falta de conciencia de enfermedad. Él se cree de verdad que tiene al demonio. Descarta totalmente la idea de enfermedad y por ello no considera, en absoluto, que deba tomar tratamiento.

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Si lo hubiera seguido no hubiera llegado a esta situación.

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Además para este tipo de pacientes su delirio es el centro de su vida, le ocupa toda su actividad y todos sus desvelos.

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Si hubiera tomado el tratamiento, mejor dicho, si el personal de enfermería hubiera controlado bien su toma, se habría evitado este grave deterioro.

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Es inútil explicar a estos pacientes que están enfermos, incluso eso puede perjudicar la relación médico-paciente, porque la convicción sobre lo que vivencia es absolutamente real para él.

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En ese momento el mayor peligro con Ernesto es que terminara cumpliendo las ordenes de asesinato que recibía por parte de su demonio.

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Le dije que le íbamos a inyectar una inyección para expulsar al diablo.

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Gracias a la confianza que tenía en mí no puso objeciones.

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Además le dije que le íbamos a aislar en una celda para que no matara a nadie. Le pareció una buena medida.

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Siempre existe riesgo de suicidio en estos pacientes delirantes, por lo que hay que evitar la posesión de cualquier elemento con el que se pueda lesionar.

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Había que mantenerlo en estrecha vigilancia.

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Después debería continuar el tratamiento y que el personal de enfermería lo supervisara. En unos días estaría mucho mejor. Incluso desaparecería el delirio de forma completa.

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Dejé claro en la historia que las enfermeras debían de decirle que la medicación era para que se fuera el demonio y no porque estuviera enfermo.

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En pocos días mejoró, incluso unos meses después hacía autocrítica de la situación y reconocía su enfermedad.

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Le perdí la pista cuando ya estaba bien.

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Le deseo lo mejor.

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Hace unas semanas se puso en contacto conmigo Eva del Turina Symphony Chorus para ofrecerme dos entradas para ver su nuevo espectáculo.

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En las ocasiones que he podido disfrutar de este grupo artístico siempre he hecho buenos comentarios, totalmente merecidos.

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Las producciones SCORE: Lo invisible del séptimo arte me han apasionado. ( SCORE II (Lo invisible del Séptimo del Arte))

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Tras graves problemas para encontrar aparcamiento, entramos en un Buero Vallejo a rebosar.

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Nuestras localidades son inmejorables (muchas gracias).

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En la primera fila se puede ver con detalle el escenario, pero también la orquesta. A menos de tres metros tenemos  a los percusionistas, que hacen juegos malabares (textualmente) durante todo el espectáculo para coordinar una percusión perfecta.

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Después de la Nieve, El Musical es un espectáculo completo.

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Música sinfónica, dramatización, canciones corales, muy buena ambientación y baile.

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La orquesta está magníficamente dirigida por Sergio Cano, que trasmite su vitalidad y empuje a todos, cantando todas las canciones y llenando de emoción el foso y el escenario.

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La historia dramática, ambientada en una zona rural en medio de una tormenta de nieve, es sencilla, pero está bien construida y sirve para introducir las canciones.

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Casi veinte temas musicales que se suceden alternados con el teatro y acompañados en varias ocasiones por los bailarines de A doble danza.

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Temas clásicos, por todos conocidos, y algunas bandas sonoras de películas.

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Impresionante el número acrobático en la cuerda.

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Inicialmente me vi decepcionado porque esperaba un SCORE: Lo invisible del séptimo arte  de Navidad, con los fondos de películas y no un musical.

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Pero a los pocos minutos me entregué totalmente, disfrutando de todo y esforzándome en retener cada detalle.

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El público del Buero Vallejo respondió, como era de esperar, con aplausos después de cada canción e interpretación y con uno larguísimo al final de la función.

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Entre los espectadores había un nutrido grupo de políticos que ocupaban la parte izquierda de la primera fila.

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Quiero destacar la magnífica interpretación de Pilar Romera haciendo de Rebeca y los niños del Turina Children Voices, que, a pesar de su corta edad, estuvieron muy profesionales.

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Detrás de este musical de dos horas hay mucho trabajo y esfuerzo. Un espectáculo de esta calidad exige muchas, muchísimas, horas de ensayo.

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Porque lo más destacable de esta obra es el perfecto ensamblaje de su conjunto, que funciona perfectamente, moviendo, entre el foso y el escenario, a más de cien artistas, que lo dan todo. Motivo de orgullo alcarreño.

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Comentario de Elena:

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En la tarde-noche del sábado, 11 de diciembre de 2021, el Auditorio Buero Vallejo, lleno a rebosar, nos obsequia con el magnífico espectáculo musical “Después de la nieve” de Turina Symphony Chorus.

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Hay que destacar las maravillosas voces, la danza, su puesta en escena, coreografía, actores, la habilidad y coordinación sobre la cuerda, la estupenda orquesta, y la entrega plena con entusiasmo, de su director.

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De lo bueno lo mejor.

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Puntuación de Elena: 10/10.

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Elena Fercun

leyendoconelena.com

Síguela en @elenafercun

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Desde los catorce años comencé a trabajar de camarero.

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Durante mi época de estudiante, hasta que terminé medicina, compaginé este trabajo con otros como vendimiar, recolectar manzanas o cebollas y durante tres años hice apuntes de la carrera.

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Con los ingresos conseguía pagarme la matrícula de la universidad  y comprarme los libros, que terminado el curso vendía para invertir en nuevos.

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Además pude mantener una vida económicamente holgada para mis exiguos gastos.

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En verano trabajaba tres meses en la barra de un bar, pero por las mañanas acudía al Hospital Provincial para hacer prácticas de Medicina.

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Mi horario era muy apretado. A las ocho de la mañana llegaba al Hospital, hasta eso de las 12.30, porque a la una comenzaba mi jornada laboral hasta las nueve de la noche.

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No había fiestas, se trabajaba los siete días de la semana y los sábados y domingos la jornada se ampliaba desde las ocho a las nueve, trece horitas de tirón.

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Pero después del trabajo tocaba ocio.

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Me juntaba con los compañeros, que los había críos como yo, pero también señores que yo consideraba mayores.

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Había algunos que habían vivido lo suyo.

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Recuerdo con mucho cariño a Manolito. Era un señor de más de cincuenta años, viudo, redondito, muy simpático y conmigo siempre muy cordial, aunque a veces, me asombraba con ataques de mala leche.

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Era muy conocido en Zaragoza, había trabajado en muchos tugurios.

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De su difunta esposa todos comentaba que era una santa, él también.

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Luego de terminar el verano se puso a trabajar en El Plata. Eso me permitía visitar este café cantante.

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Nada más verme me ponía un café con leche y me decía que cogiera sitio en una mesa  para ver a fulanita o a menganita que enseñaban las tetas me decía.

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A mí nunca me ha gustado el café. Pero esa taza era una especie de entrada para ver el espectáculo, en mi caso sin pagar.

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El Plata era, y es, un sitio mítico en Zaragoza. se decía que el único café cantante que había sobrevivido durante el franquismo, aunque en la posguerra estuvo clausurado.

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Por la tarde a las cuatro y por las noches a las diez había espectáculo.

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A mí me encantaba el ambiente, claramente decadente.

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Las cantantes y bailarinas eran generalmente señoras de cierta edad que no me atraían para nada.

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Era un espectáculo picante. Se contoneaban con poca ropa y ocasionalmente se quitaban la parte de arriba de su vestido y se les podía ver los senos.

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Ya avanzados los setenta alguna hacía fugaces integrales.

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Pero a mí lo que más me gustaba es ver las mesas del café, generalmente repletas de señores mayores, que fumaban continuamente y bebían anís o coñac mirando al escenario con ojos de lascivia.

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Otros espectadores característicos eran los visitantes de pueblos, generalmente con boina, que no se quitaban y que miraban extasiados al escenario.

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Eran tiempos de intensa represión sexual y una señora en paños menores era una cuestión asombrosa.

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Los grupos de estudiantes aparecieron mucho más tarde.

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Era raro encontrar parejas entre el público e insólito mujeres solas.

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Yo llevé en alguna ocasión a amigos de la universidad, pero nunca les pareció atrayente y, a veces, se reían de las artistas, cuestión que me molestaba mucho.

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Manolito era amigo de hacer bromas sobre los gays, muy de la época, pero tenía muchos amigos y conocidos que lo eran y me los presentaba ocasionalmente.

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Generalmente muy simpáticos, que exageraban la pluma, supongo que para intimidarme, cuestión que conseguían.

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Al lado de El Plata estaba la Ortopedia la Francesa que era famosa porque vendía preservativos.

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Mil veces me paré delante del escaparate a ver tras un cristal deslustrado el surtido de condones que se ofrecían.

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Nunca entré en la tienda y ahora casi cincuenta años después me arrepiento.

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Una noche terminado el espectáculo me acerqué a despedirme de Manolito. Estaba ocupado y tardó una rato en prestarme atención.

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Dos de las cupletistas ya cambiadas se acercaron a la barra y el encargado, un tipo muy alto y mal encarado, que a mí me daba miedo, les entregó un sobre.

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Manolito que era astuto como un zorro se percató de mi observación. Se acercó y en voz muy baja, como a escondidas, me dijo es el suelto por la actuación, son 750 pesetas.

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A mí eso me pareció una miseria. Comprendí que estas señoras actuaban, en parte, por amor al arte y no por dinero.

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Con Manolito visité en varias ocasiones una barra americana. La dueña, Rosita, era una señora de más de cuarenta que siempre sonreía.

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Íbamos y Manolito hablaba un rato con ella. Le contaba chistes y la hacía reír. Ella le invitaba a una tónica, nunca le vi beber alcohol, y a mí una Coca-Cola.

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Rosita me aconsejaba:

– No te juntes con Manolo que no te va a enseñar nada bueno.

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Si había mucha gente en el local, Manolito solo saludaba con un buenas noches Rosita guapa, y se iba, no quería molestar.

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Otro clásico de mis noches zaragozanas de la segunda mitad de los setenta era El Oasis, un teatro de variedades situado detrás del Colegio de los Escolapios al principio de la calle Boggiero.

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Se daba la paradoja que estudiaba COU por la mañanas y algunas noches a pocos metros visitaba El Oasis.

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Por un precio muy módico asistías a un espectáculo que incluía cantantes, bailarinas, números musicales y, a veces, magos o malabaristas.

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En los veranos trabajaba en el Parque Sindical, un complejo deportivo con muchas piscinas y varios bares.

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Como es lógico tuve relación con muchos clientes, entre ellos un grupo de chicas que actuaban en el Oasis.

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Venían a tomar el sol y a bañarse y se pasaban por el bar en que estaba y se tomaban, generalmente refrescos, y alguna vez algún vino.

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Les daba conversación y eran muy simpáticas. Tres de ellas tocaban en la orquesta y una era bailarina de estriptis, una chica muy alta y un poco rellenita que en el escenario impresionaba.

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Había un cantante que imitaba a Camilo Sexto, con una voz estupenda. En sus actuaciones mucho público se reía de él porque tenía unos gestos muy afeminados, pero a mí me parecía un magnífico interprete.

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Siempre le aplaudía con interés.

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Una noche a la salida del segundo pase me lo encontré y le felicité por sus actuaciones y su voz. Noté que se emocionó, porque yo era sincero.

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Me daba pena que no tuviera la consideración que se merecía.

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Tengo muchos recuerdos de mis compañeros y amigos de la noche, pero eso lo dejo para otro post.

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Algunas noches nos dejábamos caer por lugares cutres y escondidos donde se jugaba al póker.

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Aprendí de muy pequeño a jugar. Comprendí que si te fijas lo que piden los demás y si sabes medir tus cartas era fácil ganar, sobre todo si el resto de los jugadores estaban pasados de alcohol.

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Con 17 años comencé a meterme en estas partidas compartiendo mesa con señores muy mayores. Les hacía gracia que quisiera jugar.

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Muchas veces decían deja que el niño participe.

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Jugaba un par de horas y me iba, generalmente con mil o dos pesetas ganadas.

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Siempre apostaba poco y a lo seguro.

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Muchos faroles los dejaba pasar porque la cantidad apostada excedía mis poderes.

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Recuerdo una noche en El mesón del Ciclista que estaba en una carretera alejado del centro de Zaragoza.

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Cuando terminé de jugar con unas interesantes ganancias, solo mi amigo Vicente me esperaba.

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No teníamos coche. Había una gasolinera a unos quinientos metros y decidimos ir andando para hacer dedo.

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La noche estaba oscura, aunque era verano hacía frío y durante el trayecto Vicente empezó a verbalizar sus miedos. Nunca paraba de hablar.

– Mira que si nos atracan y nos pegan una paliza. O lo que es peor si nos violan…

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En esto que se para un vehículo detrás nuestro.

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Tuve ganas de correr, pero era un coche de la Guardia Civil.

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Bajaron las ventanillas. Sin tiempo a que dijeran nada les dije:

– No saben la alegría que me da verles.

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Se echaron a reír.

– Eso no nos lo dicen nunca.

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Fueron muy amables y nos acercaron a la gasolinera. Sentados en el asiento de atrás, no podía evitar tener la sensación de ir detenido.

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Nos dijeron que no pidiéramos a nadie que nos llevaran hasta que se fueran. Hacer auto stop estaba prohibido.

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A partir de esa noche ya no jugué más al póker en garitos. Cogí miedo.

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Además si les seguía ganado terminaría por dejar de hacerles gracia.

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El periodista y escritor Roberto Mangas, director de El Heraldo del Henares, participó este día 2 de Diciembre en las jornadas en la biblioteca municipal de Alovera dedicadas a “La cultura mundial en el periodo de entreguerras (1918-1939)“.
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Su ponencia versaba sobre “Propaganda y Cartelería en el periodo de Entreguerras“.
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La audiencia estaba compuesta por alumnos y profesores de cursos de formación de Actividades comerciales, Marketin y Publicidad y Diseño digital.
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Fue presentado por la directora de la Biblioteca Municipal, Mercedes García Granizo.
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Su brillante exposición cosechó abundantes aplausos y las felicitaciones de los profesores.

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Hace unos días asistí a una conferencia que impartía mi admirado amigo Daniel (De la soledad a la locura. Retrato psicológico de Nietzsche – Daniel Ramírez – Conferencia en la Biblioteca del Palacio Dávalos de Guadalajara).

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En su título se incluía la palabra locura, que ha sido un vocablo que siempre he detestado por su imprecisión.

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Si la buscas en Google dice:

“Trastorno o perturbación patológicas de las facultades mentales”.

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Muy impreciso y muy general. Pero el término popularmente es así.

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A lo largo de cuarenta años de ejercicio de la medicina, a los debería sumar los seis de carrera, he visto algunos casos de locura.

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Voy a relatar algunos.

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Alustante es una bella localidad del Alto Tajo, lindando con Teruel, a tan solo ocho kilómetros de Orihuela del Tremedal.

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Recibe con una estupenda plaza cuadrada ajardinada con hermosos rosales.

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Pero toda la localidad disfruta de varias plazas, como la que se utilizaba para festejos taurinos, con una magnífica fuente en su centro. O la que hay delante de la actual farmacia también ajardinada.

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Hace más de un siglo había numerosos tratantes de ganado, por lo que se necesitaba espacio para los burros y las mulas, por ello las calles son más bien anchas y con numerosas plazuelas.

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Su gran iglesia gótica del siglo XVI tiene una escalera de caracol, que, como característica especial, no posee la columna central de soporte.

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Vayamos al asunto.

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Una mañana nos avisan que a Jacinta le ha vuelto a dar un “ataque”.

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Conocía poco a esta familia, era un matrimonio joven con una hija.

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Acudimos, el enfermero, mi gran amigo Xano, y yo, al lado de su casa a un pequeño corral.

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Jacinta levantaba y movía troncos de leña de un lado al otro del cercado, de manera incansable, mientras hablaba, a veces a gritos.

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No se entendía lo que decía, parecía un idioma extranjero que yo no identificaba.

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Su marido no estaba muy intranquilo. Ya le había pasado más veces.

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– Le da de vez en cuando. Le ponen unas inyecciones y se le pasa.

Por favor no la mande a Teruel que la ingresan.

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La muchacha era de Alustante de toda su familia. La posibilidad de conocer otros idiomas era nula.

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Su actividad era frenética. No conseguimos que parara para hablar con ella.

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Me dio un poco de miedo cuando, al intentar sujetarla de un brazo, nos levantó un tronco de veinte kilos en gesto claramente amenazante.

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Nos da con el leño y nos descalabra.

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Optamos por interrogar al esposo.

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Sufría periodos de depresión con mucha tristeza, en los que incluso no se levantaba de la cama.

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En esas semanas la atendían sus padres que eran relativamente jóvenes.

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Después mejoraba y hacía vía normal.

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Sabía leer y escribir a duras penas. Se dedicaba a cuidar de su familia y a un pequeño huerto.

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En varias ocasiones “se ponía con el ataque y no paraba de moverse”.

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El marido no supo darnos un diagnóstico.

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Cuando la habían ingresado siempre volvía “tonta” y tardaba mucho tiempo “en ser ella”.

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Con estos datos parecía una crisis maniaca, dentro de una psicosis maniaco-depresiva, lo que ahora se llama Trastorno bipolar.

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Estos pacientes pasan por fases de gran tristeza y otras de exaltación con hiperactividad. Entre medio de las fases el paciente está normal. No quedando secuelas después de estas fases.

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Al parecer le habían dado antidepresivos cuando los requería, pero no le eran eficaces.

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En este año 1982, donde se desarrolla lo que os relato, no existían los nuevos fármacos Inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina, mucho más seguros y eficaces que lo que había entonces.

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Con amabilidad le dijimos que íbamos a ponerle una inyección para los nervios.

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No puso inconveniente alguno. Sin soltar los troncos se levantó la falda en medio del corral.

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Xano le inyectó Largactil (un neuroléptico) y Tranxilium 50 mg (una benzodiacepina a dosis alta).

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Le dijimos al marido que no la molestaran. Nada de gritarle o de que fuera mucha familia.

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Cuántos menos estímulos externos mejor.

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Por la tarde pensábamos ir a verla de nuevo.

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Pero estábamos en los postres cuando nos volvieron a avisar que Jacinta estaba peor.

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Habían trascurrido unas tres horas y la pobre muchacha no se había visto mejorada por el tratamiento.

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Seguía moviendo troncos sin control. Gritaba e insultaba a diestro y siniestro.

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Nada más vernos nos lanzó un tronco que esquivamos sin problemas. Era demasiado grane y pesado.

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Jacinta no atendía a nadie.

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La medicación, que hubiera tumbado a un escuadrón de la legión, a ella parecía que la había activado aún más.

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Como única alternativa veía su traslado al Hospital de Teruel.

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Era peligrosa la situación actual.

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El marido y los padres se negaban.

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Pensé en un neuroléptico de larga duración que era inyectable.

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En aquellos años, aún no tenía el bagaje, que luego adquirí, sobre el uso de psicofármacos.

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Pero el Modecate podría mejorar el estado maniaco de la paciente.

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Enviamos al marido con una receta a la farmacia de Vicente. En muy pocos tiempo regresó.

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No tenía Modecate y hasta la tarde del día siguiente no llegaría.

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Esto pareció convencer a la familia para que se la llevaran al hospital.

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Hice un informe y la metieron en un Land Rover cubierto de barro seco.

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Delante, conduciendo, el marido con el padre. Detrás la madre y Jacinta con media docena de troncos entre los brazos.

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Apéndice (que no hace falta leer):

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Tiempo después supe que los pacientes en fase maniaca toleran dosis brutales de neurolépticos, pudiendo tomar varios envases de Haloperidol.

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Estos pacientes maniacos son incontrolables e incansables, sin sensación alguna de enfermedad.

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El término Psicosis maniaco depresiva fue sustituido por Trastorno Bipolar, como ya he dicho.

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El primer término me parecía muy adecuado, pues estamos ante una verdadera psicosis, ya que el paciente pierde el control de su vida, sin conciencia de enfermedad. Dos datos que son claves en todas las psicosis.

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Me molesta cuando algún “no listo” se califica de bipolar por tener cambios de humor, banalizando una enfermedad grave.

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Me pide mi hermana Pili, que escriba sobre los cumpleaños de nuestra infancia.

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Tengo pocos recuerdos de esos acontecimientos y ninguna foto.

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Solo alguna idea vaga y alguna imagen mental.

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Me gusta pensar en las tartas caseras que hacía nuestra madre.

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Eran de bizcocho y cubiertas de chocolate.

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En aquellos tiempos comprar una tarta era un lujo impensable.

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Sí, tengo recuerdos de un cumpleaños de Tere, la vecina del tercero, que era de la edad de Pili.

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A sus padres los recuerdo como más modernos. Él era joyero. Ella muy simpática.

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En ese aniversario la tarta estaba adornada con rodajas de plátano, lo cual llamó mi atención y la de Clarita, que en casa comentó que las suyas, de chocolate, eran mejores.

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Mi madre estaba muy agradecida con mis primos Carmen y José Luis, que por aquello de la diferencia de edad entre mi tía Pilar y mi padre, casi tenían misma edad que mis progenitores.

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Un año para el cumple de mi sobrina Marta les llevó un osito de peluche precioso. Fue muy ponderado por todo el mundo. Mi madre estaba francamente orgullosa del magnífico regalo.

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El motivo de agradecimiento partía que varios meses de agosto mis primos me llevaron de vacaciones a Cambrils.

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Clarita por otra parte acogía parte del mes a Pepe, el hijo mayor de mis primos, que era castigado, por no aprobar, no disfrutando de todo el mes de vacaciones y se quedaba estudiando.

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El osito en cuestión lo consiguió mi madre con unos puntos de regalo que daban con un detergente, si reunías 100 puntos, te “regalaban” un precioso peluche.

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Tuvo que lavar mucha ropa para conseguirlo.

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El Sr. Valentín se lo adelantó.

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En aquellos tiempos no había supermercados. Eran pequeñas tiendas de comestibles que regentaban tenderos de toda la vida, como de cabecera.

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En una libreta de cuadritos iba apuntando las deudas que las parroquianas iban generando. Porque el Sr. Valentín sí fiaba.

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Por supuesto en mi infancia no se celebraban los cumples en los colegios, ni se solía invitar a amiguitos. Nadie te regalaba nada.

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Tal vez en los comentarios, queridas hermanas podéis aportar algo más.

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En los recuerdos de mi infancia no hay cumpleaños.

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Muchos besos y muchas gracias.

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El 17 de Noviembre, miércoles, en el marco incomparable de la Biblioteca del Palacio Dávalos de Guadalajara, con un aforo al máximo, mi amigo Daniel Ramírez ha impartido esta conferencia sobre el perfil psicológico del filósofo alemán Friedrich Nietzsche.

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Daniel es presentado por el director de la biblioteca en el patio central, un lugar magnífico, amplio, muy bello y bien iluminado.

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Nos habla primero de la biografía del filósofo, después de su obra literaria, terminando su conferencia detallando sus últimos meses en los que calló en el abismo de la locura.

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Él mismo termina filosofando sobre el concepto de locura y cómo, en cierto modo, está inserto en todas las alteraciones mentales.

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Al final respondió a las enjundiosas preguntas de un público entregado.

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Sus explicaciones fueron complementadas con imágenes muy ilustrativas.

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Daniel Ramírez es psicólogo clínico y profesor de la UNED.

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Durante casi 50 años prestó servicios en Instituciones Penitenciarias, ocupando cargos destacados, como, por ejemplo, director del Psiquiátrico Penitenciario de Foncalent.

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También ha participado en programas dedicados a la rehabilitación de delincuentes sexuales.

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Otros post relacionados:

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Guadalajara de Cine – 2017-10-27 – Daniel Ramírez

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Anatomía de un pederasta (desde el punto de vista del agresor, de la víctima y de un psicoterapeuta) – Conferencia de Daniel Ramírez Izquierdo – UNED Guadalajara

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Como era un niño muy delgadico mi madre me daba para desayunar yemas con vino dulce y azúcar. A mí me encantaban y notaba que me fortalecían.

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Por supuesto para comer y cenar tomábamos vino tinto con gaseosa, primero fue Pitusa y después Konga, que como decía el anuncio crea ilusión de hogar.

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Muchas tardes merendábamos pan con vino y azúcar. También me entusiasmaba.

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Era vino de vinatería, como se decía entonces, sin química.

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Si te dolían las muelas, te ponían coñac en la zona de la boca donde tenías dolor.

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Para el dolor de barriga no había que superara al anís de pepino. En una botella se introducía un pepino se llenaba de anís de garrafón y después de unos meses el pepino había aumentado mucho su volumen y era imposible extraerlo.

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Era mano de santo para dolores abdominales.

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Si estabas mareado, nervioso o con mal estar general, que en Zaragoza se dice tener mala gana, el Agua del Carmen era lo mejor. En su composición solo contenía un 40% de alcohol.

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Si había fiesta podías beber del porrón cerveza fresquita, La Zaragozana, por supuesto.

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Mi vecino Luis tenía un botijo con agua y unas gotitas de anís, para darle algo de sabor.

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Pero el grande de esas época era el vino quinado antes de las comidas. La marca más conocida el Quina Santa Catalina, que da unas ganas de comerrrrrrrrrrrrr.

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Como era de complexión débil y enfermiza, este producto se adquiría por cajas.

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También estaba Kinito, menos popular, que fomentaba el consumo de Kina San Clemente.

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A mí me encantaba el anuncio en televisión. Un grupo de hermanitos se arremolinaban alrededor de la madre esperando su dosis antes del almuerzo.

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En mi época de estudiante de medicina obtuve ingresos por muy distintos medios.

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Desempeñé trabajos de lo más diverso.

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Vendimiador, recolector de manzanas y cebollas, hacer apuntes, limpiar garajes, adecentar pisos reformados, pero sobre todo trabajé de camarero durante los veranos desde los 14 años hasta que acabé la carrera.

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Durante una larga temporada también obtuve ingresos tomado la tensión en la calle.

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Mis amigos Carlos, Alberto y Pelayo, junto con mi novia Elena nos poníamos al lado del Mercado Central de Zaragoza. A veces esquina con calle Torre Nueva, frente al Sepu viejo y otras con calle San Blas.

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Colocábamos unas mesas plegables y unas sillas y tomábamos la tensión arterial.

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Elena sentada apuntaba en unos papelillos los valores de cada paciente.

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Después de cada medición, le cantábamos los valores a Elena que los anotaba con presteza y recogía el donativo.

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La idea del cartel fue de Pelayo, siempre muy ocurrente.

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“Se toma la tensión. Donativo 25 ptas”.

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En puro invierno pasábamos frío al principio de la mañana, pero luego nuestra numerosa clientela, caldeaba el ambiente.

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Recomendábamos comer sin sal y acudir a su médico a los que detectábamos valores elevados.

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No era raro que nos hicieran consultas de todo tipo que resolvíamos con cierta eficacia.

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Un día diagnostiqué una sarna en plena calle.

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En esa época era uno de los artífices de los apuntes de Derma que vendíamos a los compañeros. Estaba muy ducho en la materia.

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La paciente me enseñó una pomada de corticoides que le habían prescrito para un prurito de larga evolución.

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Yo le pregunté si presentaba lesiones y en medio de la calle se levantó la falda y me las enseñó.

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Era sarna, seguro. Le dije que se pusiera Yacutín, era lo que se empleaba en ese momento. La paciente fue a la farmacia me enseñó su compra y semanas después nos regaló unas rosquillas como agradecimiento a su curación.

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Podría decir que fue uno de mis primeros éxitos profesionales callejeros.

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Después de toda la mañana y de muchas tomas de tensión, en la buhardilla repartíamos los beneficios.

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Podíamos sacar más de mil pesetas por sesión. Solíamos ir los sábados y domingos. Lo cual nos procuraba unos ingresos suficientes como para llevar una vida con ciertos lujos. Echar gasolina al 600 o tomar algún calimocho.

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Una mañana de domingo nos colocamos al lado de un puesto ambulante de zapatos que regentaban unos gitanos.

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Nos miraban con cierto recelo.

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Tenía experiencia en tratar con ellos por el Hospital Provincial.

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Me acerqué y les pregunté si les molestaba que estuviéramos colocados a su lado.

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No fueron demasiado cordiales.

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El Patriarca miraba con la cabeza elevada con cierto desprecio.

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Le pregunté si quería que le tomáramos la tensión. Con un gesto accedió.

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Le dije que la tenía perfecta.

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Me dio las gracias.

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El resto de la familia pasó a tomársela.

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Preguntaban y comentaban cuestiones curiosas:

– ¿Esto para qué sirve?

– Yo la tengo mejor que tú.

– ¿Las mujeres también se la pueden tomar?

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Todo ello entre grandes risotadas.

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Nos hicimos muy amigos.

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Además eran muy generosos.

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Unas semanas después vinieron unos policías locales, los típicos tocapelotas.

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Nos pedían un carné profesional.

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Les explicamos que éramos estudiantes de Medicina e intentábamos hacer una labor de detección precoz de la hipertensión.

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No quisieron tomarse la tensión. Lo cual hubiera facilitado la relación.

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Lo dicho. Eran unos tocapelotas.

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Los gitanos vieron que la situación era tensa.

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De pronto los locales se vieron rodeados de un nutrido grupo de vendedores ambulantes.

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Se marcharon, pero nos dijeron que sin un carné profesional no podíamos tomar la tensión en la calle.

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Una mañana Pelayo y yo nos dirigimos al Ayuntamiento para ver si se podía resolver la cuestión planteada por la policía municipal.

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En recepción nos enviaron a hablar con un concejal.

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Impresionante la segunda planta del Ayuntamiento de Zaragoza con grandes cuadros y una decoración grandiosa. Los pasillos enormes y los techos super altos.

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El concejal nos recibió muy agradable.

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Le planteamos el servicio público que realizábamos y la buena acogida del público. Que no teníamos ánimo de lucro, que lo del donativo era solo voluntario y solo una sugerencia.

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Todo le pareció muy bien.

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Pero nos indicó que debíamos pedir permiso al Colegio de Médicos.

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Nosotros sin pensarlo mucho, más bien nada, nos dirigimos al edificio en Paseo Ruiseñores.

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Nos recibió el presidente del Colegio de Médicos que era el catedrático de Anatomía Patológica.

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Le planteamos la cuestión y nos dejó helados con su respuesta.

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“Eso es intrusismo profesional. Seréis perseguidos como lo son curanderos, abortistas y charlatanes”.

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Ese fue mi primer desencuentro con esa institución a la que he estado pagando la cuota colegial durante 40 años.

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Una mañana me acerqué a despedirme de la familia de gitanos. Les expliqué la cuestión que no entendieron.

– Si no hacéis mal a nadie.

– Ven alguna vez y nos la tomas de tapadillo.

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Nuestra experiencia de control callejero de la HTA terminó por culpa de la Policía Local y del Colegio de Médicos.

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Ahí comenzó mi antipatía a estos dos estamentos.

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En la Plaza San Felipe había una tienda de artículos de broma.

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Se llamó primero Comercio de Joaquín Grasa, pero yo lo recuerdo como La Bola Dorada.

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Cuando ya era conocedor del secreto de los Reyes Magos, mi padre me llevaba a hacer los encargos.

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Le gustaba mucho comprar juguetes.

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Un mes de Diciembre entramos a La Bola Dorada, quedé fascinado con su interior. Los escaparates ya los conocía, siempre me paraba ante ellos y, durante un buen rato, observaba lo que ofrecían.

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Había un burro balancín de cartón piedra, que estaba ligeramente deteriorado, con las puntas de las orejas descascarilladas.

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Por esos pequeños defectos mi padre negoció un buen precio.

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El burrito gustó mucho a mis hermanas el Día de Reyes.

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Pero la vez de la que guardo más grato recuerdo de esta tienda es en la que acudí con mi hermana Pili, que siempre ha tenido 4 años menos que yo.

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Tendríamos 12 y ocho años, calculo.

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No recuerdo que pretendíamos comprar, pero mientras esperábamos que nos atendieran había una pareja a la que enseñaron un montón de productos y de paso a nosotros que observábamos extasiados, un poco retrasados.

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Les mostraron artículos de broma, posiblemente para el Día de los Inocentes.

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Cigarrillos explosivos. Un cuño con forma de labios, para manchar cuellos de camisa. Un paquete de cigarrillos con un muelle. Una caja que parecía estaba con frutos secos, pero al abrirla salían unas serpentinas…

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Cuestiones todas ellas fascinantes.

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Esta pareja lo compró todo.

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Pili y yo nos decidimos por una careta de goma de una vieja, muy lograda, daba miedo. Invertimos 25 pesetas.

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Cuando llegamos a casa me la puse para generar sorpresa y mi hermana pequeña, Clari, (después se llamaría Ratita) se puso a llorar desconsoladamente.

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Solo verla, ni siquiera sin poner, le ocasionaba pavor.

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Mi madre, muy expeditiva la tiró a la basura.

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Solo disfrutamos de la máscara unos minutos.

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