El haitiano Raoul Peck es un director y guionista con un pie en el cine y otro en la política; fue incluso ministro de Cultura en Haití, que no es precisamente un trabajo tranquilo.
Se hizo conocido internacionalmente por su documental I Am Not Your Negro, que lo puso en el radar de todos los cinéfilos serios.
Su obra suele ser combativa, incómoda y muy pegada a la realidad sociopolítica.
Y eso sí: cuando Peck se pone intenso, no queda ni una alfombra sin levantar.
El documental 2+2=5 articula su discurso sobre una idea tan sencilla como devastadora: la posibilidad de que un poder político o mediático logre imponer una falsedad objetiva hasta convertirla en verdad social.
Todo esto mezclado con la biografía del filósofo y escritor que vivió una existencia dolorosa marcada por la tuberculosis.
La referencia a George Orwell no es un guiño cultural, sino el cimiento filosófico de la obra; aquí, la frase se analiza como el mecanismo perfecto para entender cómo funciona la manipulación sistemática de la realidad.
El director estructura la película con sobriedad, apoyándose en material de archivo, entrevistas a pensadores contemporáneos y ejemplos recientes de distorsión informativa y de crueldades inhumanas.
Lejos del sensacionalismo, el documental examina cómo se construyen los relatos oficiales, cómo se repiten hasta la saturación y cómo acaban moldeando la percepción colectiva.
La tesis resulta especialmente contundente cuando muestra que la mentira no necesita ser verosímil, solo persistente y emocionalmente efectiva.
Uno de los aciertos de la cinta es relacionar fenómenos actuales —polarización mediática, cámaras de eco, manipulación algorítmica— con la advertencia original de Orwell.
El paralelismo se presenta sin exageraciones: no se grita “distopía”, sino que se demuestra cómo las herramientas tecnológicas potencian dinámicas que ya estaban descritas en 1984.
La conclusión es inquietante precisamente porque se mantiene en terrenos demostrables, no en la paranoia.
El resultado final es un documental sobrio, lúcido y perturbador.
2+2=5 no pretende dar respuestas fáciles, sino recordarnos que la realidad es vulnerable y que la verdad, si no se defiende, se evapora.
Su mayor logro es recordarle al espectador que la frase “dos y dos son cinco” no es un acertijo, sino un síntoma: el de una sociedad que renuncia a pensar por sí misma.
Estamos ante un documental testimonio de la actualidad que se ha construido con un montaje inconmensurable y frenético.
La distopía es una realidad. La tenemos delante y no la vemos.
Ideal para personas que deseen perder peso. Te quita las ganas de comer… y de vivir…
Cuando llegas a un pueblo perdido… y resulta que el silencio hace más ruido que el tren
John Sturges (Chicago, 1910 – San Luis Obispo, 1992) fue uno de los maestros del cine clásico americano, especialmente de westerns y películas de acción contenida pero tensa como un colgador.
Antes de dirigir Conspiración de silencio ya había pasado por la MGM y la Columbia, y después firmaría pepinazos como El último tren de Gun Hill, Los siete magníficos y La gran evasión.
Tenía una habilidad quirúrgica para el suspense seco, los planos abiertos y los protagonistas solitarios enfrentados a comunidades “muy majas… pero mejor no preguntar”.
Conspiración de silencio empieza como empiezan las mejores tensiones del cine clásico: un tren se detiene en mitad del desierto, baja Spencer Tracy, y todo el pueblo pone cara de “ups, hoy no nos tocaba visita”.
La película dura poco más de 80 minutos, pero contiene más mala baba, más densidad moral y más atmósfera opresiva que muchas cintas de 150 minutos con explosiones digitales.
Esta es minimalismo del bueno: un decorado, cuatro tipos peligrosos y un secreto que flota en el aire como si lo hubieran rociado con gasolina.
Sturges, muy listo él, convierte un argumento que podría haber sido un western más en un thriller moderno disfrazado de cine del Oeste.
Y lo hace con una economía narrativa que ya quisieran muchas producciones actuales que se tiran diez capítulos para contar lo que aquí se resuelve en hora y veinte.
La cámara se mantiene fría, casi documental, y los silencios pesan más que los diálogos.
El desierto se convierte en un personaje: ese espacio abierto que sin embargo te encierra más que una celda.
Spencer Tracy interpreta a John J. Macreedy, un veterano de guerra que llega al pueblo buscando al padre japonés de un compañero caído. Error, amigo.
El pueblo entero —con Robert Ryan, Lee Marvin y Ernest Borgnine repartiendo hostilidad a granel— está empeñado en que nadie remueva el pasado.
Y por “nadie” me refiero a “nadie con ganas de seguir respirando mañana”.
La película plantea una alegoría cristalina del racismo, de la paranoia posbélica y del miedo a hablar cuando todo el mundo está mirando… especialmente cuando mirar también es peligroso.
Lo maravilloso es cómo Tracy, sin mover más músculos que los imprescindibles (y con una sola mano funcional en la historia), se enfrenta a la violencia del pueblo con una mezcla de dignidad, resignación y mala leche contenida.
Cuando finalmente se defiende usando judo —sí, judo, en 1955, en un western— el público todavía hoy aplaude como si fuera la final de un torneo.
En su estreno, Conspiración de silencio fue un éxito crítico notable aunque no un fenómeno de masas.
La crítica alabó su ritmo, su interpretación principal y su audacia al abordar el trato injusto hacia los japoneses-americanos tras la Segunda Guerra Mundial.
Spencer Tracy fue nominado al Óscar, y el film arrastró varias nominaciones más en una época donde el western tenía que cumplir ciertas reglas… y esta película las rompía todas con elegancia.
Con los años, la cinefilia la ha adoptado como pieza clave del cine americano de los 50, un ejemplo de cine moral sin sermones, de atmósfera contenida y de western híbrido que anticipa lo que vendría después: antihéroes, crítica social y esa sensación de que el villano no es un bandido, sino la cobardía colectiva.
Tarantino la ha citado varias veces como referencia estética; los críticos modernos la adoran porque luce como un noir al sol; y las escuelas de cine la estudian por la puesta en escena limpia y la gestión del espacio.
Además, Sturges demuestra aquí que sabía manejar el espacio negativo, el fuera de campo y la tensión acumulada sin necesidad de artificios.
De hecho, si alguien quiere entender cómo se crea tensión sin música, sin monstruos y sin giros de guion, que vea la escena en la que Tracy toma un café mientras todos en el bar lo miran queriendo partirle la crisma. Eso es suspense puro, del que se mete bajo la piel.
Hoy Conspiración de silencio está considerada una de las películas más importantes del cine americano de posguerra. No solo por su calidad narrativa, sino porque denuncia un tema incómodo para la época: el asesinato de un ciudadano japonés a manos de un grupo de paletos racistas que luego encubren su crimen bajo una capa de silencio colectivo. Esto, en 1955, era dinamita. Y aun así, Sturges lo contó sin panfleto, sin subrayados y sin convertirlo en una telenovela moralista.
Cinéfilos, historiadores del cine y directores modernos adoran la cinta porque reúne tres cualidades que rara vez coinciden:
Tensión continua sin trucos baratos.
Comentario social elegante pero contundente.
Un protagonista icónico, porque Tracy aquí no interpreta: flota por encima del bien y del mal, un tipo cansado que aun así decide hacer lo correcto.
El final, con Tracy marchándose en el mismo tren en el que llegó —dejando atrás un pueblo que por fin ha tenido que enfrentarse a sí mismo— es de esos que te dejan con ganas de aplaudir en silencio, como la propia película pide.
Conspiración de silencio es ese clásico que ves pensando “a ver qué tal” y terminas diciendo: “madre mía, qué lección de cine sin levantar la voz”.
Una obra maestra compacta, precisa y más actual de lo que nos gustaría admitir.
Y para colmo, protagonizada por un Spencer Tracy que demuestra que no hace falta correr, gritar ni disparar para intimidar a medio pueblo: basta con mirar fijo y tener principios, que es algo que escasea tanto como los trenes en Black Rock.
Si todos los silencios fueran así de elocuentes, el cine sería todavía mejor. Y algunos pueblos, también.
El director Stanley Kubrick es ese genio maniático que hacía repetir una escena hasta que a los actores les salía el alma por las orejas.
Con Senderos de gloria dejó claro que la guerra le parecía una broma macabra sin pizca de gracia.
Con Espartaco demostró que podía manejar superproducciones sin despeinarse… aunque acabó peleado con medio mundo.
En Lolita se metió en un jardín que hoy quemaría Twitter, pero lo hizo con una elegancia tremenda.
Luego llegó ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, donde se rió de la Guerra Fría con un humor más negro que un café sin filtro.
Con 2001: Una odisea del espacio abrió la cabeza del público como si fuera una piñata cósmica.
En La naranja mecánica retrató una violencia tan estilizada que parecía coreografía… y tan incómoda que aún escuece.
Barry Lyndon fue su demostración de que la luz natural es la mejor amiga —y peor pesadilla— de un director perfeccionista.
Con El resplandor convirtió un hotel vacío en el peor Airbnb de la historia y regaló a Jack Nicholson uno de sus papeles más icónicos.
En La chaqueta metálica volvió a la guerra, esta vez más cruda, más fea y más cercana al absurdo humano.
Y remató su carrera con Eyes Wide Shut, un viaje sexual-filosófico donde Tom Cruise buscaba respuestas y encontraba máscaras.
Kubrick era famoso por su obsesión: controlaba cada plano, cada detalle, cada sombra, como si le fuera la vida en ello.
Apenas concedía entrevistas, lo cual alimentó su aura de director-hermitaño-leyenda.
Su filmografía es corta pero no tiene ni una paja mental gratuita: todo está medido al milímetro.
Se adelantó a su tiempo tantas veces que algunos aún están poniéndose al día.
Su estilo frío y milimétrico sigue influyendo a generaciones enteras de cineastas.
Era un maestro del tempo: sabía cuándo tensar, cuándo soltar y cuándo dejarte mirando la pantalla con cara de “¿qué demonios acabo de ver?”.
Los estudios le temían un poco, porque siempre quería más tiempo, más tomas y más control.
Sus rodajes eran el gimnasio definitivo para la paciencia actoral.
Pero el resultado… eso sí que era innegociable: cine grande, serio, poderoso.
Kubrick trataba al espectador como alguien inteligente: no daba respuestas, daba preguntas.
Su obsesión por la simetría creó imágenes que hoy son pósteres, memes o religiones.
Fue pionero técnico: se inventó cámaras, lentes y trucos para lograr lo que quería.
Su manera de mover la cámara aún es estudiada como si fuera física cuántica.
Nunca buscó premios: buscó perfección, y eso le importaba más que cualquier Oscar.
Vivió alejado de Hollywood, pero gobernó el cine desde su rincón británico.
Su obra abarca desde sátiras a ciencia ficción, pasando por terror, épica histórica y drama bélico.
Pocos directores han hecho tantas películas maestras en tantos géneros distintos.
Murió dejando un aura de misterio que encaja perfectamente con su cine.
Y hoy, digas lo que digas, hay una verdad incontestable: Kubrick sigue mandando incluso desde el más allá.
¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú es lo más parecido a ver una reunión de altos mandos jugando a hundir la flota… pero con bombas nucleares de verdad.
La premisa es tan sencilla como escalofriante: un general estadounidense se vuelve majara, activa por su cuenta un plan de ataque nuclear contra la URSS y desencadena una reacción en cadena de estupidez burocrática, testosterona militar y diplomacia de parvulario. Y nosotros, desde la butaca, nos reímos. Y cuanto más nos reímos, peor nos sentimos.
La película se sostiene sobre un concepto que hoy solemos dar por hecho, pero que en 1964 era dinamita: reírse de la Guerra Fría, del Pentágono, del presidente de los Estados Unidos y de la doctrina nuclear de destrucción mutua asegurada, todo en la misma tacada.
Donde otros filmes de la época tiraban de propaganda o de paranoia seria, Kubrick elige la carcajada incómoda: ese humor que te hace pensar “no debería estar riéndome de esto… pero es que es buenísimo”.
El dispositivo cómico perfecto se llama Peter Sellers, que aquí no se conforma con un papel, sino que interpreta a tres personajes: el presidente Merkin Muffley, el oficial británico Lionel Mandrake y el propio Dr. Strangelove, ex científico nazi reciclado en gurú nuclear con mano rebelde.
Sellers cambia de acento, de gesto y de registro con una facilidad obscena, y Kubrick le deja improvisar hasta el límite. El resultado es que cada una de sus escenas tiene punchlines que han pasado al Olimpo de la cinefilia.
Mientras tanto, George C. Scott convierte al general Buck Turgidson en una caricatura brutal del militar hiperactivo, babeante de entusiasmo bélico, y Slim Pickens se marca la imagen más icónica de la película: ese vaquero nuclear cabalgando la bomba como si estuviera en un rodeo, camino del fin del mundo.
Si alguien quiere entender lo que es un final “feliz” para Kubrick, que rebobine ese plano mentalmente y ponga la palabra “cínico” en letras de neón.
En la filmografía de Kubrick, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú ocupa un lugar rarísimo y central a la vez. Es de las pocas donde la comedia está en primer plano, pero el mecanismo que usa es el mismo que luego veremos en La naranja mecánica o en La chaqueta metálica: el contraste entre lo que se dice y lo que se ve, entre la seriedad del decorado y la estupidez del comportamiento humano.
Kubrick no hace “gags” al uso; hace situaciones que se vuelven graciosas porque son demasiado verdaderas para ser cómodas.
El “war room” impoluto, casi de ciencia ficción, lleno de generales hiperrespetables… que hablan como críos peleándose en el recreo.
El científico nazi que intenta controlar su brazo, porque el cuerpo le traiciona y le sale el “¡Heil!” espontáneo.
El presidente que intenta mantener la compostura mientras discute por teléfono con su homólogo soviético como quien llama a un vecino para decirle que se le ha caído ropa al tendedero.
Es una comedia de pasillos, de líneas de diálogo y de rostros crispados.
No hay chiste fácil; hay ironía acumulada.
El humor de Kubrick es tan negro que, comparado con él, el monolito de 2001: Una odisea del espacio parece color pastel.
En su momento, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú fue un éxito crítico notable y funcionó muy bien en taquilla para una sátira política tan arriesgada, aunque no fue un taquillazo tipo “cine de palomitas” de la época.
Aun así, con los años ha subido muchos peldaños en el Olimpo: aparece de forma recurrente en listas de mejores películas de la historia, especialmente en rankings de comedias y de cine político, ha sido seleccionada para el National Film Registry en EE. UU. y suele ocupar puestos altísimos en encuestas como las de Sight & Sound, AFI, etc.
Para la cinefilia, la peli se ha convertido en:
Manual de cómo hacer sátira política sin caerse del lado de la parodia tonta.
Ejemplo de puesta en escena milimétrica al servicio del humor (esos planos largos, ese montaje que sabe exactamente cuándo cortar una frase).
Obsesión eterna de críticos, historiadores y politólogos, que la citan cada vez que el mundo juega con la idea de apretar botones nucleares “por error”.
Hoy se la estudia tanto en facultades de cine como en asignaturas de relaciones internacionales.
No porque explique cómo funciona la estrategia nuclear al detalle, sino porque retrata algo más chungo: la combinación de ego, burocracia y mediocridad que hay detrás de decisiones potencialmente apocalípticas. Y eso, por desgracia, sigue vigente.
Lo verdaderamente brillante es que Kubrick entiende que el único modo sano de mirar a la cara a la posibilidad del apocalipsis nuclear es a través de la risa nerviosa.
Lo que hace en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú es mostrar que la destrucción del planeta no llegará por un villano tipo James Bond, sino por una cadena de tipos mediocres, paranoicos, borrachuzos de poder y aburridos de reuniones.
Y ahí está el chiste: el fin del mundo organizado por gente que no sabrías si contratarías ni para administrar tu comunidad de vecinos.
Ese tono atraviesa buena parte de su obra posterior: el humor negrísimo del sargento de La chaqueta metálica, los excesos grotescos de La naranja mecánica, incluso momentos casi cómicos en El resplandor, cuando la locura de Jack Nicholson se vuelve tan pasada de rosca que roza lo paródico.
La diferencia es que en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú Kubrick no disimula: pone la comedia en primera línea y nos obliga a admitir que, sí, el mundo puede acabar entre carcajadas.
Ver hoy ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú es hacer una especie de chequeo de ansiedad geopolítica: si te ríes mucho, es que sigues cuerdo; si no te hace gracia, quizá es que las noticias se te han metido demasiado bajo la piel.
La película funciona como cápsula de la Guerra Fría, pero también como espejo de cualquier época donde haya dirigentes jugando con juguetitos demasiado peligrosos.
Para muchos, es “la” comedia de Kubrick y, para otros, su película más perfecta: corta, concentrada, sin grasa, con un reparto en estado de gracia y un guion que no tiene ni un solo chiste inútil.
Lo único malo de revisitarla es la sensación final: que hemos aprendido a amar la película… pero todavía no hemos aprendido a dejar de preocuparnos por la bomba.
Y eso, querido lector de holasoyramon, ya no es culpa de Kubrick, es culpa nuestra.
Papá se fue por tabaco… pero a un chiringuito italiano.
Alissa Jung es actriz alemana reconvertida en directora, y Baja de paternidad / Paternal Leave es su debut en el largo, ni más ni menos.
La película es una coproducción entre Alemania e Italia, con el siempre solvente Luca Marinelli haciendo de padre desbordado y la joven Juli Grabenhenrich como hija en busca de respuestas y algo de cariño.
La cinta se estrenó en la Berlinale 2025, en la sección Generation 14plus, donde ya empezó a coleccionar premios y buenas críticas antes de llegar a España con ese título tan de Seguridad Social.
En Baja de paternidad una adolescente alemana se presenta en la costa norte de Italia a decirle a Luca Marinelli: “hola, soy tu problema pendiente desde hace quince años”.
Él regenta un chiringuito, tiene nueva familia y cara de “a mí nadie me avisó de esta secuela”.
La peli va de paseos por la playa, silencios incómodos y esa paternidad que algunos firmaron en letra pequeña.
Alissa Jung dirige con mucha sensibilidad, quizá a ratos con más delicadeza que mala leche, pero consigue que quieras coger a los dos, padre e hija, y sentarlos en una mesa del Cine Club Alcarreño con un par de cañas y decirles: “a ver, se habla o se habla”.
Drama suave, italianadas moderadas y un buen recordatorio de que la verdadera baja de paternidad no es del trabajo, sino de las responsabilidades.
Colegas peludos, perezosos al volante y humanos pasándolo pipa.
Jared Bush y Byron Howard repiten al mando en Zootrópolis 2, siguiendo la fiesta animal que arrancaron con la primera Zootrópolis.
Antes ya habían estado metidos en líos tan serios como Enredados y Encanto, así que de mezclar fantasía, ritmo y mensajito social saben un rato.
Bush viene del guion y la codirección de Encanto, mientras que Howard es veterano de Disney desde Bolt, casi de los que tienen llaves del estudio.
Zootrópolis 2 sigue la estela de la primera sin despeinar ni un bigote: el zorrito Nick y la conejita Judy funcionan ya directamente como pareja de polis de “colega movie” de toda la vida, solo que con más pelo y menos colesterol.
La trama es ágil, entretenida, con suficiente chicha como para que los críos se rían y los mayores no miren el móvil (demasiado).
Hay persecuciones, chistes visuales a cascoporro y, cuando aparece el perezoso al volante, se rompen los esquemas y el público se viene arriba.
No revoluciona el mundo, pero como plan de cine familiar de fin de semana es de esos que sales diciendo: “oye, pues me lo he pasado mejor que en muchas de humanos”.
El Fabcaro, maestro del humor absurdo francés, es guionista desde que heredó el testigo de Jean-Yves Ferri en 2023 con La travesía del iris.
El tío mezcla ironía fina con chistes que te pillan a traición.
El dibujante Didier Conrad, veterano del cómic galo, lleva dando vida a los galos desde 2013, clonando con maestría el estilo de Albert Uderzo sin perder su toque.
Juntos forman una pareja que mantiene a Astérix vivo, fresco (?) y más viajero que nunca.
A veces, me pregunto porqué sigo leyendo con tanta afición los comics de Astérix.
Está claro que me influye el fenómeno de la nostalgia.
Llevo leyéndolos toda mi vida.
Me acompañaban en los momentos de soledad de mi infancia y adolescencia. Eran un refugio de humor.
Ahora sigo comprándolos nada más que sale uno nuevo.
Pero, es cierto que no dejan de decepcionarme.
Los leo, los disfruto levemente, porque me recuerdan ni niñez, pero me dejan un regusto a ya visto y desde hace unos años a rancio.
Las peripecias de Astérix y su tosco amigo Obélix no han evolucionado. Se han quedado estancadas en los ochenta del siglo pasado.
Son clónicas. Usan un método infalible (?) y lo siguen a rajatabla.
No hay novedades, no hay evolución.
Las mujeres ocupan un lugar muy secundario. Las historias siguen un manual de procedimiento sin aportar referencias a la actualidad. La comicidad se basa en lo mil veces visto. La poción mágica sigue sabiendo igual.
En esta entrega se producen referencias al bacalao, a la saudade, al vino verde… Tópicos que Portugal arrastra.
La trama detectivesca es tan pueril que resulta ofensiva.
En fin… Lo lees, te produce nostalgia, pero sabes que es de usar y tirar.
Es triste que no lo pueda recomendar a mis nietos.
Pero, es número uno en ventas en Francia. Supongo que la media de edad de los lectores es de 65 años.
Víctor García León es un director y guionista madrileño con bastante mili en la comedia española.
Le conocemos por Vete de mí y por darle vidilla a series como Los hombres de Paco o Vamos Juan.
No olvidemos que también dirigió la muy valorable Los europeos.
Suele mezclar humor con mala leche elegante, y aquí se nota.
Animal es una serie muy gallega… tanto que si te descuidas acabas pidiendo que te tutelen unos trapalleiros.
El eje absoluto del tinglado es Luis Zahera, que se marca otro personaje de esos que parecen escritos por él mismo después de dos cafés y una ración de percebes.
Toda la comicidad gira alrededor de ese pesimismo vital tan suyo, como si la vida fuese un temporal en Finisterre… pero con gracia.
Entra en escena Carmen Ruiz, su “novia-pero-no-me-pongas-etiquetas”, y ahí la serie sube un nivel en química y retranca.
Sus escenas juntos son de esas en las que te ríes aunque no quieras, porque él está en modo “negro nubarrón” y ella en modo “mujer que ya le ha visto todas las tonterías y aún así sigue”.
La otra pata fuerte es Lucía Caraballo, que aporta ese contrapunto buenista y luminoso frente al fatalismo Zaherístico.
Hacen una pareja cómica rarísima, pero funciona: se meten en situaciones ridículas, otras un pelín chirriantes, pero todas condimentadas con un costumbrismo gallego delicioso.
La serie tiene nueve episodios, se ve en un plis y es bastante divertida.
Además aparece Antonio Durán Morris, siempre magnético, siempre aportando ese “algo” que no se aprende en escuelas de arte dramático.
Animal habla de las penurias económicas del campo, de cómo las mascotas se han convertido en negocio (casi nivel criptomonedas, pero con pelo), y de esos trapalleiros que forman parte del ADN gallego.
Todo mezclado con humor, retranca y una mirada tierna hacia una tierra que aquí huele a lluvia, hierba y líos cotidianos.
Vamos, que si te gusta Luis Zahera, esto es como un menú degustación de Zaherismo puro.
Y si no te gusta… pues también, pero te ríes igual.
Leticia Dolera es una actriz, guionista y directora barcelonesa que lleva años demostrando que el talento también puede venir con humor ácido y mirada crítica.
Se hizo muy conocida como intérprete en películas y series, pero su salto detrás de la cámara con Requisitos para ser una persona normal y, sobre todo, Vida perfecta, la consolidó como creadora de referencia.
Es una voz feminista potente, con estilo propio y cero miedo a tocar temas incómodos.
Y además, cada vez que dirige, sube el listón.
Siempre la recuerdo interpretando un pequeño papel en El otro lado de la cama pidiendo dos donuts y un litro de calimocho.
Aquí nos vuelve a sorprender componiendo una serie muy seria, sobre el abuso en la adolescencia.
Su planteamiento es multidireccional y alejado de dogmatismos feministas.
Plantea la búsqueda de la verdad sobre un suceso entre unos niños de 13 años que ante mi absoluto asombro ven porno sin ningún complejo.
Toca muchos aspectos que son decisivos en la sociedad actual como el papel de las redes sociales, la falta de la capacidad de juicio para valorar las situaciones y cómo una investigación seria y rigurosa puede ayudar a descubrir la verdad y a solucionar los conflictos.
El universo de estos adolescentes está muy bien construido. Contemplo desolado como “juegan” a ser adultos y cómo son tremendamente influenciables y la presión del grupo es decisiva.
Una serie que plantea los problemas y pone sobre la mesa soluciones.
Mencionar la estupenda dirección de actores, especialmente los pequeños.
Cuenta como valor añadido con la presencia de Carla Quílez, que se afianza en el panorama actoral español, y la siempre competente y atractiva Betsy Túrnez.
Cuando ser un ratoncillo en paro es peor que ser humano en lunes.
Alberto Vázquez, coruñés de 1980, es uno de los grandes del “anime gallego” (sí, existe y es glorioso).
Creador de Psiconautas, los niños olvidados y Unicorn Wars, lleva años demostrando que la animación no es cosa de críos, sino de adultos con trauma.
Su estilo mezcla elegancia, oscuridad y un puntito de mala leche.
Y sí: su nueva Decorado sigue esa línea a muerte.
Decorado es esa rara avis que parece para niñas —animalitos monísimos, colores agradables, ratoncillos amorosos— pero que a los cinco minutos te está hablando de miseria laboral, angustia vital y capitalismo opresor.
Vamos, que si llevas a tu sobrina al cine te denuncia a Servicios Sociales.
La pareja protagonista, dos ratones atrapados en una vida tan gris que hasta el blanco y negro les queda grande, sobrevive en una ciudad distópica en la que la empresa Alma lo controla todo: el trabajo, la rutina, la felicidad… y seguramente el precio del pan.
Él está en paro, ella aguanta como puede, y ambos son como dos hamsters en una rueda, pero sin la ilusión de girar.
Lo más delirante: está nominada como comedia en los Feroz.
La película, en el fondo, te restriega por la cara un existencialismo tremendo: la clase media actual convertida en figurante, las megacorporaciones manejando los hilos, y nosotros creyendo que decidimos algo en la vida cuando ni elegimos la tarifa de móvil sin llorar.
Aquí, los ratones intentan escapar de ese sistema opresor… pero como en la vida real, la salida está clausurada por reformas.
Una historia potentísima, inteligente, incómoda y visualmente preciosa… pero eso sí: de comedia, lo justo.
No hay prácticamente información pública verificable sobre su trayectoria previa más allá de esta ópera prima, ni consta filmografía anterior ni entrevistas relevantes.
Vamos, que no es que yo sea un vago: es que no hay datos contrastables.
Pero aquí firma dirección y guion con toda la valentía del mundo.
Voy a pasármelo mejor es un mejunje de adolescencia, romance noventero, comedia, musical y hormonas desbocadas en formato campamento de verano, que en sí mismo ya es un subgénero de riesgo.
El protagonista, el joven Izan Fernández, está hecho un pincel y tiene novia… pero la novia está en México. Bueno, en México y al otro lado del teléfono, porque la relación se limita a una llamada semanal de cinco minutos: más que novios, son teleamigos con tarifa barata.
La chica en cuestión es Renata Hermida, que hace lo que puede desde el otro continente.
Al llegar al campamento, los colegas del protagonista —los célebres Pitus, que intentan ser graciosos con resultados dispares tirando a calamitosos— deciden que el chaval necesita un “reemplazo romántico”.
Y a partir de ahí empieza el pastelón. Y cuando digo pastelón, me refiero a un rosco enorme de nata con azúcar glas por encima.
Hay escenas que chirrían, otras que dan vergüencita de la buena, y muchas bromas que fracasan como si las hubiese escrito un algoritmo sin ganas.
¿Se salva algo? Sí: Alba Planas, que está estupenda, natural y con una presencia que ilumina cada plano en el que aparece.
Y también Raúl Arévalo, que interpreta al protagonista ya adulto, recordando aquella historia con tono melancólico-irónico.
Los números musicales son, curiosamente, lo mejor de la película: divertidos, con ritmo, llenos de ese espíritu pop que te anima aunque no quieras.
Pero el conjunto tiene un aire dulzón y simplón que empalaga más que emociona.
Voluntariosa, ligera, simpática a ratos… pero también frustrante, blandita y con momentos que piden a gritos una tijerita de montaje.
Te la ves, te ríes un poco, te indignas otro poco y, con suerte, te lo pasas mejor que los personajes.
Cuando un pueblo gallego se cura a base de música…
El responsable del invento es Daniel Sánchez Arévalo, un director y guionista de solvencia más que demostrada en el cine español (AzulOscuroCasiNegro, Primos, La gran familia española).
Aquí firma guion y dirección, como le gusta hacer cuando quiere controlar hasta el último tic emocional.
Rondallas es una comedia dramática muy en la línea del mejor Sánchez Arévalo: risas, lagrimita, personajes con gancho y un regusto a pueblo que huele a salitre, pulpo y gaitas afinadas.
La historia se planta en una aldea pesquera gallega que sigue intentando recomponerse dos años después de un naufragio que dejó cicatrices por todos lados.
Y en ese ambiente dolido surge la idea de resucitar la rondalla local, esa mezcla maravillosa de música tradicional, banderines al viento y directores que parecen dirigir orquestas épicas aunque tengan solo cinco músicos delante.
La película explica de lujo ese folclore, ese esfuerzo colectivo y esa tradición tan gallega de convertir la música en pegamento emocional.
Y mientras se investiga la tragedia del naufragio, la comunidad empieza a moverse, a sacudirse la pena, a reencontrarse.
La rondalla no solo es un grupo: es terapia de grupo, pero sin psicólogo y con más panderetas.
El reparto está sembrado. Javier Gutiérrez, como siempre, deslumbra: ese hombre hace de cualquier gesto un personaje.
María Vázquez está espectacular, sólida, humana, una actriz que nunca falla.
Y en el apartado “galleguismo con gracia”, Carlos Blanco y Tamar Novas aportan humor, chispa y ese tono socarrón que a veces sostiene más la vida que los medicamentos.
También aparece Judith Fernández, joven pero ya con presencia, muy eficaz en su papel.
La película ha sido nominada a Mejor Comedia en los Premios Feroz, lo cual tiene todo el sentido: encaja como un guante en esa categoría.
Y además pasó por el Festival de San Sebastián, donde —me imagino— la rondalla habría triunfado si la hubieran dejado entrar al Kursaal con instrumentos.
Una película entrañable, divertida, con musiquita rica y un pueblo que intenta recomponerse a base de esfuerzo colectivo.
Ojalá todas las catarsis fueran así: con gaitas, humor y un director inspirado.
Karmele: exilio, jazz y un poco de «tierra trágame» español.
El tipo al mando es Asier Altuna, y de él sí hay datos sólidos: director y guionista del filme, con experiencia previa en cine vasco y una sensibilidad claramente marcada hacia las historias de memoria histórica.
Karmele se presenta como un drama romántico-histórico con exilio, guerra civil, música y hasta un poquito de baile.
Cuenta la historia (inspirada en hechos reales) de Karmele Urresti, enfermera vasca, que huye con su familia tras la guerra Civil.
Terminan en Francia, sobreviven al exilio, se enamora de un trompetista (papel de Eneko Sagardoy), se van a Venezuela, vuelven… todo un carrusel de nostalgia, miseria y esperanza.
La ambientación está muy cuidada: se nota que han sudado para recrear ese trauma histórico con colores apagados cuando toca guerra / refugio y tonos algo más cálidos cuando la música intenta ser salvaciones.
La protagonista, Jone Laspiur, lo borda: transmite mezcla de vulnerabilidad, resiliencia y ese dolor callado que arrastran quienes lo pierden todo.
Está bien contada la vuelta después del exilio, en los años cuarenta, donde la represión sigue candente y los regresados son tratados a patadas, encarcelados, torturados, donde se les imposibilita trabajar… Condenados a la miseria.
En resumen: Karmele es digna, necesaria, visualmente resultona y bien interpretada.
Ideal si quieres romance, melancolía y memoria de guerra.
Vicente Romero: el corresponsal que esquivaba balas mejor que yo esquivo dietas.
El documental está dirigido por Miguel Romero Grayson, del que apenas hay datos públicos verificables más allá de su relación profesional y personal con Vicente Romero y su participación en actividades de la Academia de Cine.
Vicente Romero. Testigo de la historia es de esos documentales que te dejan pegado a la silla pensando: “¿Y este señor cómo sigue vivo?”.
Porque Vicente Romero no es solo uno de los periodistas más grandes que ha dado este país; es el corresponsal de guerra, el que ha contado conflictos, hambrunas, masacres y desastres durante décadas con un estilo tan reconocible como su voz grave de telediario serio.
La película repasa sus hazañas, y no exagero al decir hazañas.
Lo ves colándose donde no debía, esquivando controles, burlando burocracias, entrando en sitios donde a mí no me dejan ni pasar con mochila.
Y luego están esas entrevistas que solo él podía conseguir: verdugos, asesinos, criminales confesando delante de su cámara con una tranquilidad pasmosa, como quien habla del tiempo.
Ese es el poder del periodismo cuando lo hace alguien que sabe mirar a los ojos.
Hay momentos deliciosos, como cuando Vicente suelta que no es creyente pero sí cree en su ángel de la guarda, porque después de tantos tiros, explosiones y sustos… oye, algo tenía que haber ahí arriba echándole una mano. No es que tenga fe: es que tiene estadísticas de supervivencia milagrosas.
El documental lo eleva —más aún— como personaje: humano, valiente, directo, capaz de contar el mundo sin filtros y con la experiencia de quien ha pisado más de 190 países.
Es emocionante, muy interesante y deja clarísimo que Vicente Romero es, literalmente, un testigo vivo de la historia del siglo XX y XXI.
Vamos, que sales del cine queriendo darte un paseo por su pasaporte. Solo un paseo, ¿eh? Vivir lo que él ha vivido ya tal.
Aquí mandan Elena Molina e Isaki Lacuesta, dos cineastas solventes y con estilos muy distintos que, sorprendentemente, aquí bailan juntos sin pisarse los pies.
Molina viene del documental íntimo y cuidado (Revenir, Notas de la república), mientras que Lacuesta es uno de los directores más premiados y versátiles del cine español (Entre dos aguas, La leyenda del tiempo).
Flores para Antonio se planta en los cines como un viaje emocional para entender quién fue Antonio Flores, ese iconazo que se nos fue demasiado pronto y dejó al país a medio suspiro.
Su hija, Alba Flores, perdió la voz con ocho años al morir su padre y ahora quiere recuperarla —metafórica y literalmente— con ayuda de los directores.
El documental mezcla escritos, canciones, fotos, recuerdos familiares y testimonios de los amigos más cercanos, incluida Ana Villa, la viuda del músico.
Todo esto está montado con un estilo gráfico muy curioso: elementos de cómic, ilustraciones que aparecen y desaparecen, como si los recuerdos de Antonio fuesen viñetas que vuelven a colorearse.
A pesar de mi relación poco afectuosa con Isaki Lacuesta, aquí no se duerme nadie. Nada de “Isaki la siesta”. Está despierto, centrado y correcto. Y Elena Molina, como siempre, aporta sensibilidad sin empalagar.
El documental está lleno de anécdotas estupendas y funciona fenomenal como retrato emocional.
Eso sí: Alba Flores, con toda la potencia genética que arrastra —una abuela como Lola Flores, “ni canta ni baila, pero no se la pierdan”, y tías como Rosario y Lolita, huracanes de escenario— pues oye… resulta un pelín sosita. Qué le vamos a hacer, no todos salen con el mismo voltaje.
Aun así, la peli es interesante, está bien contada, se ve con gusto y la recomiendo sin reservas.
Y encima está ahora en cines, así que no hay excusa. ¡A por ella!
“Pasionaria: la influencer roja antes de que existiera Instagram”
De Amparo Climent sí tenemos datos: actriz, guionista y directora valenciana, muy activa en documentales de memoria histórica (Las lágrimas de África, Vidas sin rastro).
Le gusta el tono combativo y el enfoque humanista.
Su estilo encaja como un guante con un personaje como Dolores Ibárruri.
Dolores Ibárruri. Pasionaria es un retrato sentimental y apasionado de Dolores Ibárruri, probablemente la persona que más veces ha dicho “¡No pasarán!” sin perder la voz.
El documental te cuenta su vida desde abajo: esposa de minero, madre golpeada por la tragedia, mujer que se abrió paso en un tiempo en el que el machismo dominaba hasta en las reuniones de las Juventudes Socialistas… imagínate.
Aun así, ella brilló con una fuerza que daba miedo.
Sus discursos —sí, esos pronunciados en el Congreso durante la Segunda República— se estudian hoy en Ciencias Políticas porque son pequeñas catedrales verbales.
El docu alterna material de archivo con declaraciones actuales: Carmen Calvo, Cristina Almeida, su nieta y un buen puñado de voces del siglo XXI que la admiran o la conocieron.
Entre unos y otros van dibujando a una mujer extraordinaria, poliédrica y carismática, que fue figura clave del siglo XX.
Emotivo lo es un rato largo, y además está hecho con mucho respeto y sin ñoñerías.
Y sí: es de esos documentales que las nuevas generaciones (sobre todo las de izquierdas) deberían ver para entender de dónde vienen muchas luchas actuales.
Vamos, que Pasionaria sigue dando guerra… aunque ya no pueda gritar desde el escaño.
“Antonio, el bailarín… y España haciendo cabriolas para seguirle el ritmo”
De Paco Ortiz sí sabemos algo: documentalista sevillano con experiencia en retratos culturales (Ariñanos, 13. Miguel Poveda).
Su marca suele ser combinar archivos con entrevistas largas y montar biografías que respiran.
Más allá de eso, no hay demasiados datos adicionales verificables sobre el proceso concreto de este documental, pero su estilo está clarísimo: mucho mimo y cero postureo.
Antonio, el bailarín de España arranca de una manera maravillosa: con las cintas de cassette donde el periodista Santy Arriazu entrevistó a Antonio, ese artista que parecía capaz de girar más que la propia historia del país.
El documental convierte esa autobiografía sonora en imágenes, y oye, funciona como un tiro.
Nos recuerdan que Antonio fue una estrella gigantesca en pleno franquismo: primero arrasó en Estados Unidos —Broadway, Hollywood, lo que le pusieran por delante— y luego volvió a España para encontrarse con el típico culebrón cultural patrio.
Que si no le nombran director del Ballet Nacional después de proponer él mismo la idea, que si lo nombran tarde, que si luego lo destituyen porque alguien se levanta torcido en el estamento político…
Además de seguir su vida como figura clave de la danza, el documental te clava una radiografía de ese país que mutaba a trompicones: del franquismo a la Transición, de la rigidez al desenfado, de los aplausos de Nueva York a las intrigas de Madrid.
Y la cosa entra sola porque está llena de imágenes jugosas y, sobre todo, porque la danza —su danza— lo envuelve todo y le da un ritmo maravilloso.
Interesante, cuidado y muy disfrutable.
Vamos, que si no conocías a Antonio, sales queriendo marcarte unas bulerías aunque seas de cadera rígida.
“23F: la miniserie que te explica el lío… sin que tengas que abrir un libro de historia”
La miniserie está firmada por Alberto Rodríguez y Paco R. Baños, dos buenos conocedores del thriller político y del drama histórico.
De Rodríguez sabemos que domina como pocos el pulso narrativo (La isla mínima, Grupo 7), y de Baños, que ha trabajado con él en varias ocasiones.
Anatomía de un instante son cuatro episodios que te meten de cabeza en el 23F como si estuvieras escondido detrás de un escaño rezando para que no te toque una bala perdida.
La serie repasa el golpe de estado liderado por el teniente coronel Antonio Tejero Molina, interpretado por un fantástico David Lorente, que entra en el Congreso como quien entra a un after a las ocho de la mañana: dando gritos y asustando al personal.
La cosa se sostiene en tres biografías clave.
Por un lado, Adolfo Suárez, interpretado por Álvaro Morte, que venía de la Secretaría General del Movimiento y acabó pilotando la transición con más cintura que un bailarín de salsa.
Luego está el teniente coronel Gutiérrez Mellado, al que da vida un enorme Manolo Solo, militar franquista reconvertido en garante democrático y protagonista de uno de los gestos más valientes jamás grabados en la tele pública.
Y, por último, Santiago Carrillo, líder del PCE durante el franquismo, encarnado por Eduard Fernández.
Gracias a estos tres perfiles la serie explica muy bien por qué el país estaba como estaba… y por qué acabó sonando la campanita del desastre.
Pero hay más placer interpretativo: Miki Esparbé aparece completamente transfigurado como Juan Carlos I, y Óscar Lafuente da vida al general Milans del Bosch, que sacó los tanques a pasear como quien saca al perro con mal despertar.
Hay un uso frecuente de la voz en off, en general apostillando escenas o declaraciones interesantes. En muchos casos totalmente innecesaria, pero en unos pocos acierta. Hasta el reloj más estropeado da la hora correcta dos veces al día.
Y ojo con el bombazo final: la serie muestra al general Armada dejando a los golpistas tirados como colillas, jurando y perjurando que el rey apoyaba el golpe… y luego diciendo que no, que él nunca dijo tal cosa. Vamos, que ni en Sálvame hay tanto giro de guion.
El resultado es una miniserie clarísima, emocionante y más entretenida que muchas ficciones.
Explica la Transición sin solemnidades ni bostezos, y deja claro por qué aquel día todavía nos da escalofríos.
“Señor, llévame pronto… pero déjame antes un ratito con Carmen”
De Guillermo F. Flórez poco se sabe más allá de que firma este documental.
Si tiene una biografía oculta en una montaña de León o en un sótano de Filmin, no la he encontrado.
Señor, llévame pronto es básicamente pasar unos días con Carmen, 86 años, más energía que un Red Bull triple y más desparpajo que un político en campaña.
La cámara la sigue y ella, lejos de comportarse, se dedica a romper la cuarta pared como quien abre una ventana: con naturalidad y con ganas de charlar.
Cuenta su biografía con una soltura impagable: que si se divorció antes fue monja —sí, has leído bien—, que si tuvo amantes como quien colecciona cromos, que si siempre se saltó las reglas como si el reglamento fuese opcional.
La gracia del documental está justo ahí: en verla dirigir el cotarro, mandar a la cámara, pedir favores, marcar el ritmo.
Carmen es valiente, decidida, magnética… y da gusto escucharla mientras desgrana una vida que parece escrita por un guionista con buen whisky.
El resultado es un documental simpático, fresco y juguetón, que te deja con la sensación de haber conocido a una mujer que pasó por encima de los convencionalismos como un tractor por un campo de amapolas. Y, oye, qué gusto.
Año 2012: Ramón se une al Heraldo del Henares, en un gesto heroico digno de los Caballeros Jedi.
📰 Diario digital fundado en 2009 📡 2.000 visitas únicas diarias 🏛️ Cobertura cultural galáctica 🎬 Y la columna de cine más influyente del cuadrante alcarreño.
Su misión: Analizar películas como si estuviera revisando planos de la Estrella de la Muerte.
Con su compañero rebeldeJavi Pastrana, Ramón lideró una célula de resistencia audiovisual: 📺 En GuadaTV, YouTube y podcast 📆 2022–2025
Debates. Opiniones épicas. Algunas discusiones nivel “Padmé y Anakin en terapia de pareja”.
Centauros de La Alcarria es un programa de cine de Nueva Alcarria, que se difunde en GuadaTV Media, con la presencia del periodista de cultura Javier Pastrana, del joven cineasta Jorge Andrés, de la avispada periodista Sara Sánchez y del veterano cutrecomentarista Ramón Bernadó.
Todos ellos van a diseccionar la cartelera de los Multicines Guadalajara, hablando de estrenos y de eventos cinematográficos en la provincia de Guadalajara.
Sin olvidar referencias a los clásicos y las fobias y las filias cinéfilas que padecen.
Además todas las semanas desarrollan un debate sobre la película más interesante de la cartelera, en sección Spoiler Total.
Este programa se puede ver en la tele de Guadalajara, en YouTube, en Instagram y escuchar en Ivoox y Spotify. Lo puedes encontrar en mi web y en la de Nueva Alcarria.
Equivale a revisar los archivos Jedi desde la Antigua República hasta Luke Skywalker jubilado.
La AICE es un grupo plural de alrededor de doscientos periodistas y críticos dedicados a informar sobre cine en televisión, radio, prensa e Internet de todo el país.
Desde 2014 entregan los PREMIOS FEROZ® para destacar lo mejor de la producción audiovisual española del año.
Además de los galardones anuales, la asociación otorga el Premio Feroz Zinemaldia en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, el Premio Feroz Puerta Oscura en el Festival de Málaga y el Premio Feroz Cinema Jove al mejor cortometraje en el seno del festival del mismo nombre.
La AICE también organiza el festival Lo Que Viene, el campus de cine y series La Inmortal en Zaragoza y el programa de formación en periodismo de cine y series María Luz Morales.
🏅🎬⭐ Capítulo 8 — Blogos de Oro: El Lado Indie
⭐ Miembro desde 2017 ⭐ Jurado 2017–2020 ⭐ Cine independiente nivel contrabandista corelliano
Desde 2021 no activo… pero si vuelve Han Solo, Ramón también.
⚖️🎟️💥 Capítulo 9 — El Consejo Jedi de Jurados y Comités
🎓🚀 Capítulo 12 — El Camino del Aprendizaje Jedi (Cursos Realizados)
Estilo Yoda:
⭐ Introducción al lenguaje cinematográfico, del viernes 20 de octubre al viernes 3 de noviembre de 2017… aprender mucho tú hiciste.
⭐ Aprender a ver cine (V). FRANCOTIRADORES E INDEPENDIENTES: Un paseo con los cineastas más arriesgados e insólitos de la historia, del miércoles 18 de febrero al miércoles 11 de marzo de 2015… valiente padawan eras.
⭐ Curso UNED. Oriente en la mirada, de Noviembre a Marzo de 2021… al Oriente mirar, necesario era.
⭐ Taller de cine de Azuqueca de Henares, los diez cursos de 2013 hasta 2022… constancia de Jedi demostraste.
⭐ Curso UNED. Migracines. Odiseas de la imagen nómada, de Octubre de 2021 a Febrero de 2022… viajar la imagen, hmmm.
⭐ LA INMORTAL ‘22, el Campus de Verano de Cine y Series de la Asociación de Informadores Cinematográficos de España… Curso Periodismo y crítica cinematográfica (I) desarrollado el día 25 de Junio de 2022… fuerte en la Fuerza estabas.
⭐ Curso UNED. Comedia y humor en el Cine Español de Octubre de 2022 a Febrero de 2033, impartido por el profesor Carlos Alba… reír, importante es.
⭐ Curso Cine Irrepetible, impartido por el crítico de cine y profesor universitario Javier Ocaña, organizado por el Ayuntamiento de Guadalajara de Octubre de 2022 a Enero de 2023… cine único comprender tú debías.
⭐ Curso UNED 2023-2024. El cine de los grandes maestros o cuando el pincel es la cámara… grandes maestros, grandes lecciones.
⭐ Curso UNED 2024- 2025 – Banda aparte. Música y Cine… armonía entre notas y fotogramas, sí.
⭐ Curso UNED 2025–2026. LO QUE EL CINE SE LLEVÓ: Memorias de 35mm… memorias del celuloide, atesorarlas debes.
💛 Capítulo 13 — ACAZ: La Alianza Rebelde Alcarreña
🍿 Ver pelis 🗣️ Debatir sin sable láser 🤝 Colaborar con otras entidades 📚 Formar y divulgar 🎬 Organizar eventos
La resistencia del Séptimo Arte vive aquí.
Objetivos de la ACAZ:
El visionado de películas en sus múltiples formatos para su análisis y comentario dentro del ámbito de los miembros de la asociación, siguiendo el formato tradicional de un cine club.
El fomento y la difusión de obras cinematográficas como parte importante de la cultura.
La convocatoria y composición de coloquios entre sus socios y personas invitadas siempre en el ámbito de la cultura y específicamente del cine.
La posible organización de eventos cinematográficos con el fin de difundir el Séptimo Arte.
Actividades de formación y divulgación de cualquier tema relacionado con el cine.
Colaboración con otras entidades para la realización de proyectos y actividades en relación con el Séptimo arte.
🏛️🌠 Capítulo 14 — Académico de la Academia de Cine
Desde abril 2023
— Sí, Ramón Bernadó → Jedi del Cine Español —
🎉🌌 ESCENA POST-CRÉDITOS (sí, como Marvel, pero en Tatooine)
Un viaje cubano-español de esos que mezclan polvo, memoria y personajes con más arrugas vitales que yo después de cinco días sin dormir.
Una peli sobria, elegante y con nervio.
Premio más que merecido.
Premio AISGE a la Mejor Actriz
Eszter Tompa, por Kontinental ‘25
La actriz se marca un recital frío y preciso en un drama rumano apañadito que habla de fronteras, miedos y esa Europa que siempre llega tarde.
Ella está enorme, la verdad.
Premio AISGE al Mejor Actor
Ben Whishaw, por Un día con Peter Hujar
Aquí el bueno de Ben se mete en la piel del fotógrafo Peter Hujar con una delicadeza tremenda.
La película es íntima, triste y muy bonita.
Y él se merienda la pantalla.
Mención Especial
Andranic Manet, por Ari
Un drama franco-belga de identidad, silencios y miradas perdidas.
Manet está fantástico: contenido, incómodo, luminoso y roto.
Un regalito para el jurado.
Premio a la Mejor Dirección
Ángel Santos, por Así chegou a noite
Una dirección pura, elegante, sin florituras, de esas que te llevan de la mano sin empujones.
El gallego se confirma como un director con clase y sensibilidad.
Premio al Mejor Largometraje Español
A la cara, de Javier Marco
Un retrato duro sobre violencia digital, insultos, cobardías y pantallas.
Una peli tensa, directa, incómoda.
Muy bien traído el premio, sí señor.
Premio CIMA al Mejor Largometraje Dirigido por una Mujer
Love Me Tender, de Anna Cazenave Cambet
Una historia íntima y contenida, sostenida por una soberbia Vicky Krieps, que está magnética sin despeinarse.
Drama fino, sin gritos y con mucha verdad.
Gran Premio del Público
Made in EU, de Stephan Komandarev
Durísima, triste y real como un bocadillo de mortadela sin aceite.
Komandarev retrata la precariedad europea con mano firme.
Lógico que el público la abrazara.
Mis cinco días en Gijón/Xixón (versión “crónica meteorológica”)
He estado cinco días mal contados, lo justo para coger frío, mojarme tres veces y descubrir que el viento gijonés te despeina hasta el alma.
Y sí, tuvimos que adelantar la vuelta por riesgo de nevada en el Puerto de Pajares.
Nada más gijonés que marcharte del festival como si huyeras de “Juego de Tronos”.
Aun así, ha sido un gustazo.
Gijón: pequeño, intenso y lleno hasta la bandera
El FICX es un festival pequeño en tamaño, pero grande en programación.
Este año parecía que habían firmado un pacto: adolescencia, identidades en construcción y familias complicadas.
No sé si fue casual o una conjura asturiana.
El público, eso sí, maravilloso: salas llenas a todas horas.
Da gusto ver un festival donde la gente entra incluso sin saber si la película es sobre vacas existenciales o chavales perdidos.
Eso es amor al cine del de verdad.
Los festivales de ciudades pequeñas o medianas —Donosti, Valladolid, Gijón— tienen un público fiel, de esos que repiten año tras año como si fuera misa de domingo. Y eso se nota.
El trato a la prensa… ay, madre
Aquí viene el palo cariñoso:
El trato a prensa, flojo. Muy flojo.
Con cariño lo digo, pero no puede compararse con Donosti, Málaga, Sevilla o incluso Valladolid.
El director Dan Trachtenberg se dio a conocer a lo grande con Calle Cloverfield 10, demostrando que sabía crear tensión con muy pocos elementos.
Luego sorprendió al personal con Predator: La presa, donde rejuveneció la saga con estilo y músculo visual.
También ha dirigido episodios potentes de series como Black Mirror y The Boys.
Su sello: suspense bien afinado, ritmo firme y un gusto por los desafíos que siempre anima el cotarro.
Acudía a ver esta producción con la desgana que produce la obligación del crítico de cine, comprometido con la cartelera de los Multicines Guadalajara.
Pero me sorprende el tono escondido y discreto de película infantil. En el que un grupo de marginados del universo se van uniendo para hacer el bien.
Aprenden a trabajar en equipo y crean una familia con la que sentirse a gusto y convivir en armonía.
Estos personajes son un predator, una robot mutilada y un engendro galáctico destinado a ser una bestia. Extraña combinación que funciona como esencia cómica y didáctica al mismo tiempo. Me recuerdan a los Hermanos Marx.
Además de este didactismo intrínseco, la película es divertida, mantiene bien el tono y entretiene.
Me ha impresionado el padre malo del planeta Yautja Prime, hogar de los Yautja, esa panda de cazadores intergalácticos con más músculo que diplomacia, empeñado en cargarse a su prole.
Mira por donde el hijo pequeñajo, le sale respondón.