El Blog de Hola Soy Ramón!

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Jon estaba ingresado en la Enfermería de Preventivos, como yo trabajaba en la Zona de Cumplimiento, solo lo veía ocasionalmente, en las guardias.

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Idígoras fue encarcelado en 1997, junto al resto de los miembros de la Mesa Nacional de Herri Batasuna, por orden del entonces juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón, acusado de colaborar con ETA.

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Padecía una insuficiencia respiratoria crónica.

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Lo saludaba los fines de semana, al pasarme por la enfermería  a ver que tal iban los ingresados.

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Era campechano y amable. Tenía poco más de sesenta, pero parecía mayor. En la tele salía más joven.

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Bromeábamos sobre su (mala) salud siendo del Norte.

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Conocía que era de Zaragoza y me decía que yo “casi” también era del Norte.

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Acudía a revisiones ocasionalmente al Hospital de Alcalá. Se realizaba un despliegue impresionante. Escoltado por mucha policía, incluso por los GEOs.

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Los políticos del Gobierno siempre andaban preocupados por su salud, por la repercusión mediática, y en ETA, que podía ocasionar un empeoramiento.

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Una noche me llaman que vaya urgente a la Enfermería.

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Desde el piso de abajo se olía el tufo.

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Por debajo de la puerta de la celda de Jon, salía un humo espeso.

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Le dije al funcionario que abriera.

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– Hasta que no venga el Jefe de Servicios, no abro.

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Le insistí, incluso, le grité.

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El interior de la celda era una nube de humo espesa.

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En la mesa un calentador con unos chorizos carbonizados.

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Idígoras sentado en la cama con una respiración muy ruidosa.

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Abrí las ventanas.

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A rastras saqué al interno de la celda.

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A los ordenanzas de enfermería les dije que me trajeran oxígeno.

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En unos minutos Idígoras ya estaba mejor. Su tono azulado se había tornado sonrosado. Respiraba menos ruidosamente. Ya podía articular palabras.

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– ¡La que he liado Don Ramón! Quería freírme unos chorizos y se ha quemado el aceite…

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Muchos besos y muchas gracias.

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Crítico de Cine de El Heraldo del Henares

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A los cinco años comencé a asistir a un colegio de monjas que estaba al final de la calle Predicadores, enfrente de la casa Amparo.

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Fui dos cursos. A los siete años pasé a los Escolapios.

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Se puede afirmar, con rotundidad, que tuve una educación profundamente religiosa y nacional católica, ya que seguí en colegio de curas hasta los dieciseis años, cuando terminé COU.

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Mi profesora era una monja con hábitos azules y blancos, grande y fuerte.

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Sor Rosario era tinerfeña y mi madre, Clarita, era de Arucas.

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Al ser las dos canarias y encontrarse en el exilio peninsular congeniaron enseguida.

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Mi madre, además, podía ser super encantadora, cuando quería.

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Muchos días Clarita entraba a clase y conversaba con Sor Rosario.

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El colegio era femenino. Solo había una clase de parvulitos niños.

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Antes de entrar, formábamos en el patio y cantábamos el himno nacional. Ése que decía:

“Arriba España, alzad los brazos hijos del pueblo español, que ha vuelto a resurgir…”

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En la clase una gran foto del Caudillo con unas pieles al cuello. Debajo un atril muy elevado, donde Sor Rosario controlaba todos los movimientos de sus alumnos.

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El colegio fue trasladado a esquina Conde de Aranda con Santa Inés. Ahí fueron, años más tarde, mis hermanas.

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Os pongo una fotos de cómo está actualmente en la calle Predicadores. Una parte abandonada y otra es un Centro social.

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Sor Rosario mantenía el orden con mano de hierro. A pesar de nuestra corta edad nos mantenía perfectamente controlados.

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El primer día, desconocedor de las normas, me levanté del pupitre. Se acercó hacia mí a toda velocidad y me soltó un bofetón, que aún recuerdo.

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Nunca más volví a abandonar mi sitio sin permiso.

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Ahí aprendí a leer y escribir. Los días de la semana, los meses del año…

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Por las tardes los últimos diez minutos, Sor Rosario nos hablaba de Franco, al que tenía gran admiración.

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Nos contaba historias de las batallas que había ganado, del respeto que todo el mundo mundial le tenía…

– Como es general se podía quedar en la trinchera. Pues no. Él salía a combatir con sus soldados.

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Mientras nos poníamos los abrigos y recogíamos nuestras carteras, cantábamos:

“El siglo tiene cien años. El año doce meses que son Enero, Febrero…”

Terminábamos con los segundos.

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Sor Rosario era franquista, pero no falangista. Nunca nos habló de José Antonio.

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El que tuviera amistad con Clarita me beneficiaba. Notaba que me tenía enchufado, aunque infringir sus severas normas no impedía el bofetón justo y necesario.

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Un día mi madre entró a la clase a contarle a la Sor que no quería ponerme la bufanda. Una excusa para hablar de plátanos, de playas y de mi prima Mari, monja de clausura en Teror.

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Durante esa conversación se organizó un alboroto, alrededor de mi pupitre. Unos niños se peleaban, medio en broma, medio en serio.

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Yo tenía un sacapuntas nuevo y afilaba hasta el máximo mi lapicero.

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Uno de mis compañeros alborotador cayó sobre mí, con tan mala suerte que la afiladísima punta de mi lápiz se le clavo unos milímetros en el párpado superior del ojo izquierdo.

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El niño comenzó a sangrar.

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Mi madre abandonaba el aula dejando, sobre una mesa vacía, la bufanda que me pondría al salir.

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Rosario atiende al herido y consigue detener la escasa hemorragia.

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Todos los alumnos callados en sus asientos.

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La monja investiga los intervinientes en la reyerta.

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Toca la frente de cada uno de la hilera de pupitres.

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Al que nota con la temperatura más elevada le suelta un mamporro, de los que no se olvidan.

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Llega a mi compañero que recibe lo suyo.

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Me toca la frente y no me golpea.

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El de al lado me delata:

– Ramón también ha jugado.

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Sor Rosario, le suelta otro bofetón:

– Pero,  !menos que tú!

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Os pongo una foto de mi madre. De Sor Rosario no tengo.

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Muchos besos y muchas gracias.

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