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En los planes de estudio de mi época, con nueve o diez años comenzábamos el Bachillerato elemental.
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La diferencia con la Primaria es que teníamos un profesor para cada asignatura. Por las mañanas llegábamos media hora antes y por la tarde, después de alguna clase, padecíamos tres horas de “estudio”.
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Consistía en estar en silencio e inmóviles delante del libro. No nos dejaban hacer deberes, por lo que al llegar a casa teníamos bastante faena.
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Desde el primer día de clase el Padre Bandrés se ganó el mote de Padre Bofetón.
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Si hablabas te daba uno, si llegabas tarde te daba dos, si te movías mucho te daba tres.
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Era un hombre alto y joven. Me parecía muy fuerte. Para mí era un personaje siniestro que me infundía pánico.
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Procuraba tener un comportamiento ejemplar para evitar el terrible manotazo que te dejaba la cara marcada y con cierto mareo.
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Una tarde llegué pronto y le pedí permiso al Padre Bofetón para ir a ver al Padre Simóm para comprar un atlas.
Este anciano, veterano de la Guerra Civil, suministraba libros y material de papelería a través de un diminuto ventanuco.
Era una persona muy amable y, además, te solía obsequiar con un picapica y una piruleta. Todos acudíamos contentos al Padre Simón.
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Después de comprar el libro de mapas me encuentro que a la entrada de clase estaba el Padre Bandrés repartiendo sus especialidades.
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Se había formado una cola de tres víctimas a la que me añadía yo.
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Me adelanto decidido:
– Ya he comprado el atlas. Gracias padre.
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Pero mi determinación sirve de poco. Con un gesto de cabeza me obliga a colocarme en la cola para recibir mi castigo.
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Las hostias que repartía eran de muy padre y señor mío.
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El segundo muchacho cae al suelo después de ser propulsado un par de metros. El silencio en la clase es sepulcral después de unas tímidas expresiones de asombro.
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El niño no llega a perder el conocimiento, pero al incorporarse se tambalea. En su rostro están marcados los dedos del Padre Bandrés.
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Estuve a punto de orinarme encima.
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Ante el suceso el Padre Bofetón nos ordenó de malas maneras que nos sentáramos.
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Con la vista nublada por el temor, ocupé mi sitio.
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Los niños maltratados lloraban en sus pupitres.
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Al día siguiente no estaba el origen de nuestros temores. En su lugar nos vigilaba el Padre Valero, más mayor, más tranquilo, aunque olía mal, en unos días comprobamos que no pegaba.
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Días después corrió el rumor que habían apartado al Padre Bandrés por las quejas de algunos progenitores.
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El niño víctima de la brutal bofetada ya no vino más al colegio. Se contó que lo habían llevado a los dominicos de la Plaza San Francisco.
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El régimen del terror implantado por el Padre Bofetón se fue diluyendo en las manos del Padre Valero. Jamás lo vi sonreír, no pegaba. Prefería, si alguien se portaba mal, dejarlo castigado un par de horas más, después del estudio, en ocasiones de pie.
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No me sé por que me dio una nota para hablar con mis padres. Cuestión que era extraordinariamente infrecuente.
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Mis padres acudieron después de las clases y estuvieron durante unos minutos en la inmensa clase vacía. Yo esperaba en la puerta. Mi inquietud era nula. No había estado implicado en nada y me portaba bastante bien.
Recuerdo que jugué con una pulga que guardaba en una caja de cerillas.
No era buen estudiante, me limitaba a estudiar (poco) para los exámenes mensuales y aprobaba justo.
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Cuando salí mis padres me dijeron que Valero les había informado que le parecía que era un poco retrasado.
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Les pregunté que le habían respondido. Mi madre decidida me dijo que su réplica había sido sencilla:
– Ya nos habíamos dado cuenta.
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Muchos besos y muchas gracias.
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Crítico de Cine de El Heraldo del Henares
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