

Cutrecomentario de Ramón:
Ratas, engaños y pianos.
Jacques Audiard (París, 1952) es uno de los grandes nombres del cine francés contemporáneo, heredero del ingenio literario de su padre, el legendario guionista Michel Audiard, pero con un estilo propio, más seco, emocional y moderno.
Empezó su carrera como guionista en los años 80 antes de debutar como director con Mira a los hombres caer (1994), que ya mostraba su gusto por los personajes marginales y las historias de redención.
Con Un héroe muy discreto (1996) ganó el premio al mejor guion en Cannes, y su consagración llegó con Un profeta (2009), un potente drama carcelario que lo situó entre los grandes del cine europeo contemporáneo.
Le siguieron obras tan intensas como De óxido y hueso (2012), protagonizada por Marion Cotillard, y Dheepan (2015), Palma de Oro en Cannes por su mirada humanista sobre la inmigración y la violencia.
En los últimos años ha explorado nuevos registros con Los hermanos Sisters (2018), un western existencial rodado en inglés, y París, distrito 13 (2021), una historia de amor urbano filmada en blanco y negro.
La última película de Jacques Audiard, Emilia Pérez, es un musical insólito y colorista sobre un narcotraficante mexicano que decide cambiar de sexo y comenzar una nueva vida.
Una mezcla audaz de melodrama, sátira y redención, donde Audiard demuestra que también sabe bailar entre géneros sin perder su pulso autoral.
Su cine combina elegancia narrativa, sensibilidad social y una profunda empatía por los derrotados, convirtiéndolo en uno de los autores más sólidos y versátiles del panorama europeo.
Hay películas que te agarran por el cuello, otras por el corazón. De latir, mi corazón se ha parado, de Jacques Audiard, hace ambas cosas a la vez, y lo hace con una elegancia casi quirúrgica.
Es una historia de redención, pero sin sermones; un drama sobre la violencia y la esperanza, pero contado con el pulso seco y eléctrico del mejor cine francés de los 2000.
El protagonista, Tom, interpretado por un magnético Romain Duris, es un tipo de esos que parecen hechos de contradicciones: joven, atractivo, inteligente… y metido hasta el cuello en negocios turbios.
Trabaja en el submundo inmobiliario de París, un entorno donde el dinero se gana con trampas, amenazas y, si hace falta, con los nudillos.
Su padre, un buscavidas en declive, lo empuja a seguir esa vida de depredador urbano.
Pero algo en él empieza a hacer ruido. Y no es la conciencia: es el piano.
Porque Tom, en otra vida, quiso ser pianista. Su madre lo era, y la música late en él como un corazón olvidado que de repente intenta volver a funcionar.
De ahí el título: ese latido que se detuvo por la violencia, por la vida rápida y sucia, empieza a sonar de nuevo, débil pero insistente.
Y Audiard convierte ese sonido —el del piano, el de las manos torpes buscando armonía— en la metáfora perfecta del alma que intenta afinarse después de desafinar durante años.
El gran logro de Audiard es filmar la redención sin empalago.
No hay milagros ni moralejas.
Hay un tipo que quiere salir del barro, pero el barro tira.
La música aparece como elemento redentor, sí, pero no como varita mágica: es una disciplina, una lucha, un ejercicio casi físico de volver a ser humano.
Cada vez que Tom se sienta al piano, no está tocando notas: está pidiendo perdón.
Y ahí entra Romain Duris, que está sublime. Su interpretación es puro nervio. Se mueve con esa mezcla de energía y fragilidad que lo hace imprevisible: puede abrazar o puede romperte la cara.
Pero cuando toca el piano, el rostro se le suaviza. Por un momento, deja de ser el hijo del delincuente para ser el hijo de la pianista. Y en ese instante, el cine alcanza su punto más alto.
El contraste entre los dos mundos —el de los golpes y el de las teclas— está rodado con una precisión casi musical.
Audiard monta las escenas de violencia como si fueran percusión: rítmicas, cortantes, secas.
Y las del piano como si fueran un adagio de Chopin, donde el tiempo se detiene y el aire se llena de humanidad.
No hay palabras grandilocuentes, pero hay verdad, y eso vale más.
El guion es, además, una sinfonía de silencios.
Tom apenas habla, pero su cuerpo lo dice todo: el temblor de sus manos, la mirada perdida cuando escucha un acorde, la forma en que aprieta los dientes cuando intenta contener su ira.
Es un personaje que no busca el éxito, sino la paz.
Y en ese sentido, De latir, mi corazón se ha parado es casi una película espiritual, pero sin santos ni vírgenes, solo con hombres que intentan dejar de pegar para empezar a tocar.
La música, aquí, es la posibilidad del perdón.
No de los demás, sino de uno mismo.
Es la manera que tiene Tom de demostrar que no está condenado, que debajo de la rabia todavía queda algo que merece la pena salvar.
Y eso, en los tiempos que corren, ya es casi una declaración política.
Visualmente, la película es puro Audiard: fotografía granulada, luces frías, interiores asfixiantes, y una cámara que no juzga, solo observa.
El ritmo es pausado, pero cada plano tiene el peso exacto.
Nada sobra. Nada se explica. Todo se siente.
De latir, mi corazón se ha parado es una película sobre la música, pero también sobre el silencio.
Sobre cómo un tipo perdido entre la violencia y la mentira busca una nota justa, una vibración que lo reconcilie con la vida.
Y cuando, al final, el sonido del piano logra imponerse al ruido del mundo, uno entiende que la redención no está en lo que haces, sino en lo que dejas de hacer.
Una joya. Oscura, intensa, elegante.
Una película que demuestra que el corazón, por muy parado que esté, puede volver a latir… si encuentra la melodía adecuada.
Mi puntuación: 8,88/10.

Dirigido por Jacques Audiard:

Ficha: En este enlace.
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Muchos besos y muchas gracias.
¡Nos vemos en el cine!

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Crítico de Cine de El Heraldo del Henares
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