Hafsia Herzi (Manosque, 25 de enero de 1987) es una actriz y directora francesa de ascendencia tunecina y argelina.
Se dio a conocer gracias a su papel en La Graine et le Mulet (2007), por el que ganó el Premio Marcello Mastroianni en la Mostra de Venecia y el César a la mejor actriz revelación en 2008.
En 2019 debutó como directora con Tu mérites un amour, seguida de Bonne Mère (2021), consolidando su voz como cineasta comprometida.
Su última película, La Petite Dernière (2025), explora la identidad queer en una joven musulmana, confirmando su papel como referente de un cine que retrata desde los márgenes hacia el centro.
La hija pequeña es de esas pelis francesas que entran suavecito, como quien no quiere la cosa, y al final te suelta una colleja emocional pero con buena educación.
Su protagonista —que está de matrícula, sin exagerar— lleva todo el peso del relato con una naturalidad que parece recién sacada del salón de su casa. Vamos, que la cámara la quiere… y con razón.
Aquí seguimos a Fátima, 17 años y un descubrimiento personal que le mueve el suelo.
Lo bonito es cómo la directora Hafsia Herzi lo cuenta: sin moralinas, sin discursos de sofá, sin ese dramatismo de “la vida es un túnel oscuro”.
No, aquí la cosa es didáctica, pero de la buena: aprendes sin darte cuenta.
A mí, que soy más de “explícamelo clarito”, me vino de lujo.
Tiene humor francés del suave, de ese que no te hace carcajear pero te mantiene sonriendo con cara de “mira qué majos”.
Y lo mejor: te deja pensando un rato sobre adolescencias, identidades y familias… que para una peli de hora y pico ya es un logro olímpico.
Resumiendo: La hija pequeña es sencilla, agradable, bien interpretada y útil. Sí, útil. Una especie de cursillo intensivo de empatía adolescente. Y oye… se agradece.
Una película que destaca en este Festival Europeo y sevillano.
Dos tiempos, dos almas y una Sevilla que no baja el telón.
Del altiplano andino a Calcuta y de ahí a la vecindad británica: un día de cine que confunde, sacude y, oye, también abraza.
Andes, meteoritos y colonialismo que no caduca
Arrancamos con La anatomía de los caballos (2025), de Daniel Vidal Toche, coproducción Perú-España-Colombia-Francia. Pie en el XVIII y pie en el XXI: un hombre vuelve a su pueblo en plena rebelión de Túpac Amaru, un meteorito cae, y la película abre una grieta temporal por la que se cuelan colonización, extractivismo y memoria. Tonalidad de realismo mágico, simbolismo a manta y una narrativa que desorienta a propósito. A mí me pareció muy interesante: atrevida, política y poética a la vez. Entiendo que a más de uno le deje con la ceja en alto; la película no te lleva de la mano, te suelta en mitad del altiplano y que te apañes.
Siete días con Teresa: mando, carisma y grietas
La segunda película fue Mother (2025), de Teona Strugar Mitevska, con Noomi Rapace. Se concentra en siete días cruciales de Teresa de Calcuta, justo cuando decide dejar el convento para fundar su orden. Tu retrato, Mitevska, me gusta: alejado del santoral plano. Aquí Teresa es carismática, sí, pero también áspera, dominante, cambiante; toma decisiones arbitrarias dentro de la comunidad y no siempre cae bien. El film funciona cuando se mete de lleno en la cabeza del personaje —ambición, fe, control— y patina un poco cuando la historia central se desenfoca porque hay una subtrama muy potente (no la destripo) que se come el foco. Aun así, es una propuesta interesante, formalmente sobria y con una interpretación de Rapace que raspa.
Entre sesión y sesión, paseo por Plaza de España. Sigue imponente aunque con obras; el “laguillo” seco le resta postal, pero la caminata compensa. La estatua de Gustavo Adolfo Bécquer se hizo de rogar, pero apareció.
Vecinas, cuidados y un perro con carácter
A las cinco, Dragonfly (2025) de Paul Andrew Williams. Andrea Riseborough y Brenda Blethyn sostienen la película con una química que corta el aire. Dos vecinas: la anciana necesita ayuda (servicios sociales mediante) y la otra, con un perro de buen tamaño, se vuelca. Al principio es compañía y cuidados; luego aparecen las zonas grises, los límites borrosos y, cuando asoma el hijo (Jason Watkins), la armonía salta por los aires. Drama social con vibración de thriller; sencillo en medios, contundente en resultados. Ha cosechado críticas estupendas y no me extraña: es de esas historias pequeñas que se te quedan pegadas.
Sevilla con duende (light, pero con chispa)
Remate con visita guiada nocturna por el centro. Torre de la Plata medio escondida, muralla árabe, la entrada principal de los Reales Alcázares y el Archivo de Indias con anécdotas poco convencionales. Ruta suavecita, pero divertida. Sevilla sigue con color especial; lo de siempre, pero cada vez distinto.
Día de contrastes bien servidos: del tiempo roto y el colonialismo reencarnado de La anatomía de los caballos, al liderazgo incómodo y humano de Mother, y a la intimidad áspera y tierna de Dragonfly. Tres miradas sobre el cuidado y el poder: de la tierra y sus recursos, de una comunidad religiosa, y de una vecina frágil que no quiere sentirse sola. Cine que pide atención… y Sevilla que pone el resto.
Sevilla sigue teniendo su duende.
Gema Santamaría, crítica de cine y colaboradora de Nueva Alcarria.
Vecinas, cuidados y un perro con más instinto que nadie.
Paul Andrew Williams (Londres, 1973) es un director y guionista británico conocido por su versatilidad entre el thriller y el drama social.
Debutó con fuerza con London to Brighton (2006), un oscuro retrato del submundo londinense.
Más tarde dirigió Unfinished Song (2012), una emotiva comedia dramática con Terence Stamp y Vanessa Redgrave.
En televisión ha destacado en series como Broadchurch y A Confession.
Dirige Dragonfly, una de esas películas pequeñas, sin fuegos artificiales, que se cuelan bajo la piel sin pedir permiso.
La historia va de dos vecinas: Elsie, una anciana interpretada por Brenda Blethyn, y Colleen, su vecina de al lado, encarnada por una estupenda Andrea Riseborough, acompañada siempre de su perro, que casi merece crédito propio.
Elsie vive sola, con la ayuda ocasional de los servicios sociales, hasta que Colleen decide echarle una mano: un poco de compañía, un baño, algo de comida… y de pronto surge una amistad real, de esas que no salen en los manuales de cuidados paliativos.
Pero claro, cuando aparece el hijo de Elsie (un Jason Watkins estupendamente desagradable), el equilibrio se resquebraja y aflora lo que la película lleva insinuando todo el rato: que el cariño también puede ser una forma de dependencia, y que la soledad, aunque compartida, sigue pesando.
Dragonfly es cine británico del bueno: sobrio, directo y con alma.
Williams no subraya nada, deja que los silencios y las miradas hagan el trabajo. Y vaya si lo hacen.
Las dos actrices están brillantes —de hecho, se llevaron el British Independent Film Award a la mejor interpretación conjunta— y el guion huele a vida real: a té frío, a visitas a deshora y a conversaciones que salvan más que los médicos.
No pasa gran cosa… y sin embargo pasa todo.
Lo importante aquí no es la acción, sino lo invisible: el miedo a envejecer solos, la necesidad de sentirse útil, y la humanidad que surge cuando alguien te peina con ternura.
Pequeña joya emocional con perro incluido. Y sin un gramo de azúcar, que ya era hora.
La madre Teresa tenía un mal día (y Teona también).
Teona Strugar Mitevska (Skopje, 14 de marzo de 1974) es una directora, guionista y activista feminista de Macedonia del Norte.
Formada en la Tisch School of the Arts de la Universidad de Nueva York, hizo su debut con el cortometraje Veta (2001) que ganó el Premio Especial del Jurado en la Berlinale.
Su cine aborda conflictos de identidad, guerra, género y marginación social, destacando God Exists, Her Name Is Petrunija (2019), ganadora del Premio LUX del Parlamento Europeo.
Mother es una coproducción internacional que se centra en los días previos al surgimiento de la figura de la Teresa de Calcuta.
Promete un retrato humano de Teresa de Calcuta y termina siendo una excursión sin brújula por el alma, el dogma y el drama.
Una semana en la vida de Teresa, siete días intensos en los que se gesta la fundación de su orden religiosa y… también, seamos sinceros, siete días en los que el guion se pierde por los pasillos del convento sin encontrar la salida.
La protagoniza Noomi Rapace, que está soberbia —seca, dominante, autoritaria, con esa mezcla de santidad y despotismo que da gusto ver—, pero ni su entrega consigue enderezar la película.
Mitevska arranca con fuerza, diseccionando el liderazgo femenino dentro de una estructura patriarcal, pero pronto se le va el santo al cielo: la trama principal, sobre la creación de las Misioneras de la Caridad, se diluye entre secundarios místicos, conversaciones circulares y un desvío sobre el aborto que ocupa media hora y no lleva a ningún sitio claro.
Visualmente, la película es impecable: fotografía sobria, tono de recogimiento, y un aire espiritual que no cae en el kitsch.
Pero el guion va dando tumbos, sin decidir si quiere ser reflexión teológica, biopic o debate moral.
Al final, Mother queda en tierra de nadie, como si Teresa se hubiera puesto a organizar una orden… pero se le olvidara el reglamento.
Eso sí, hay momentos de brillantez: las escenas de duda, los silencios, las miradas de Rapace en los que asoma una mujer que carga con la fe como si fuera una mochila llena de piedras. Lástima que el conjunto se pierda en su propio laberinto.
Interesante, irregular y un poco como confesar pecados que no has cometido.
Caballos, meteoritos y un peruano que me ha desmontado los relojes
Daniel Vidal Toche es un cineasta peruano contemporáneo que combina función de director, guionista y montador.
Su primer largometraje, La anatomía de los caballos (2025), fue seleccionado para la sección Próxima del Festival Internacional de Cine de Karlovy Vary.
La película articula pasado y presente andino para reflexionar sobre el legado indígena y la persistencia del colonialismo disfrazado de desarrollo.
Es lo más parecido a entrar en una clase de Historia Universal con peyote.
Empieza en pleno siglo XVIII, con un rebelde andino que vuelve a su pueblo tras una insurrección, y de pronto se encuentra antenas, excavadoras y, si me apuras, algún turista francés con cámara digital.
No, no te has dormido en la sala: es así.
La película se carga el tiempo lineal y lo mezcla todo como si Colón hubiera traído Netflix en el barco.
Coproducción entre Perú, España, Colombia y Francia, el film combina realismo mágico, surrealismo histórico y paciencia de santo.
El altiplano es el verdadero protagonista: te habla, te mira, te juzga. Cada plano parece decirte “tú también formas parte del lío, colega”.
Eso sí, no esperes un western andino con caballos galopando a lo loco.
Aquí los caballos son metáfora, símbolo, trauma, lo que quieras menos cuadrúpedos.
Y los meteoritos caen sin permiso, pero con sentido poético.
El resultado: un viaje raro y hermoso, tan enigmático que sales del cine sin saber si has visto una película o si la película te ha visto a ti.
Lo bueno: es una experiencia visual potentísima, un poema político sobre la colonización y sus secuelas que no da respiro.
Lo menos bueno: que te pide un máster en antropología y otro en paciencia narrativa.
Hay quien saldrá fascinado y quien saldrá pidiendo un mapa temporal.
A mí, qué quieres que te diga, me ha gustado.
Es cine que no te acaricia, te abofetea con una llama simbólica.
Y aunque no haya muchos caballos, sales con la sensación de haber cabalgado siglos.
Noëlle Bastin (nacida en 1991) es cineasta belga-francesa afincada en Bruselas, originaria del pueblo ficticio (o real) de Vitrival, donde creció.
Estudió francés y lenguas romances, ejerció como profesora antes de dedicarse al cine.
Su obra conjunta con Bogaert apuesta por la fusión de ficción y documental, usando actores no profesionales y lugares reales para retratar la vida local.
Baptiste Bogaert (nacido en 1990) es también parte de este dúo creativo belga.
Estudió escritura cinematográfica en la ULB y fotografía en La Cambre, ambos en Bélgica.
En su colaboración con Bastin desarrolla cine que explora los pequeños pueblos, sus rutinas y extrañezas mediante un lente casi documental que trasciende lo meramente local.
Los protagonistas de esta ficción son dos policías locales que van resolviendo pequeños conflictos y mediando en las relaciones entre vecinos en este pueblo.
Dos asuntos les preocupan. Una sucesión de suicidios que intentan prevenir y unas pintadas de penes gigantes que inundan las fachas de la localidad.
Su quehacer diario nos lleva a conocer a personajes de lo más variopinto.
Un relato cargado de humor y de momentos sentimentales y entrañables.
Una película en apariencia simple y ligera.
Ya querría yo, que todos los polis locales fueran como Pierre y Benjamin.
Marina Seresesky (Buenos Aires, 1969) es una directora, guionista y actriz argentina afincada en España.
Se dio a conocer con el corto La boda (2012), nominado al Goya, y consolidó su carrera con Lo que de verdad importa (2017) y Empieza el baile (2023).
Su cine mezcla humor, ternura y crítica social, con personajes llenos de humanidad y segundas oportunidades.
Ana Belén protagoniza este film. Da vida a una otrora afamada cantante que evita el absurdo suicidio de un joven, que se intenta ahogar en una piscina cargado con una mochila llena de piedras.
La película parece que intenta ser una comedia, pero no lo consigue trasmitiendo una incómoda sensación de patetismo.
Patéticos son también los personajes, las situaciones, los diálogos y ese hotel, venido a menos, donde se desarrolla la trama.
Una dirección torpe. Unos actores mal dirigidos. Un guion ridículo. Una atmósfera deprimente.
Oscar Hudson (Londres) es un director británico que comenzó su carrera principalmente en el terreno de los vídeos musicales, anuncios y cortometrajes, hasta dar el salto al largometraje.
Se dio a conocer con trabajos en publicidad y clips para artistas como James Blake, Loyle Cárner y Slowthai.
Su ópera prima en el cine de ficción es Straight Circle (2025), una comedia ácida de estilo anti-bélico que fue muy bien recibida en el Venice Film Festival, donde se destacó como debut, obteniendo el Gran Premio de la Semana de la Crítica.
Hudson suele combinar en su trabajo un sentido del humor algo subversivo con una estética pulida y visualmente arriesgada.
En sus propias palabras, busca “no tomarse demasiado en serio lo que es serio”.
Straight Circle es una película poco corriente, que te conduce por senderos insospechados y te sorprende.
Comienza como una sátira cómica sobre el militarismo, las fronteras y los nacionalismos.
Pero enseguida avanzará hacia una reflexión profunda y agónica sobre las divisiones absurdas, los enfrentamientos humanos, la soledad, el aislamiento, la incomprensión y las identidades nacionales.
Estos dos soldados van transformándose a lo largo del metraje. Una evolución truculenta, asfixiante y rompedora.
Un film cargado de simbolismos, que me recuerda al cine del maestro Buñuel.
Si se sabe apreciar la calidad, la película te arrebatará. Si eres torpe y simple te aburrirá.
Parece que el cine que se sale de lo convencional es despreciado, vilipendiado y rechazado.
El público de un festival de cine, y el que se considera cinéfilo, tiene que estar dispuesto a tener la mente abierta para descubrir nuevas formas narrativas, intentando innovar y provocar.
Straight Circle es visualmente impactante e ideológicamente muy reflexiva. No es una película para tontos y cerrados de mente.
No debo olvidarme de los hermanos Elliott Tittensor y Luke Tittensor, sobre los que recae todo el peso de la película.
Georgi M. Unkovski nació en Nueva York en 1988 y pasó gran parte de su juventud en Macedonia.
Se formó en … primero en fotografía (en el Rochester Institute of Technology / Eastman School of Photography) y luego en cine en la FAMU – Film and TV School of the Academy of Performing Arts in Prague en Praga.
Unkovski combina cine, publicidad y formatos audiovisuales.
Su cortometraje Sticker (2019-20) cosechó decenas de premios internacionales.
En 2025 presenta su primer largometraje DJ Ahmet, una fábula contemporánea sobre un chico de pueblo en Macedonia que encuentra refugio en la música, confrontando tradición y modernidad.
Su cine apuesta por el contraste entre zonas rurales y urbanas, tradición y tecnología, con una mirada sensible hacia los jóvenes y los fenómenos culturales emergentes (como la música electrónica o los videojuegos).
En sus palabras: “tenía en la cabeza la imagen de un pastor que entra en una fiesta de techno”.
DJ Ahmet viene abalada en Sevilla por el Premio del público y el Premio del jurado en Sundance.
Un drama rural que tiene como protagonista a un muchacho de 15 años, Ahmet, fascinado por la música, que es arrancado de la escuela por su padre, para desempeñar tareas del campo. Su hermano pequeño no habla.
Los niños y el padre viven bajo la sombra de la ausencia de la madre fallecida.
Este muchacho conoce a una joven prometida que viene de Alemania. Ella representa la modernidad. Los dos están atrapados en un mundo retrógrado y opresor.
Una historia de búsqueda de la libertad personal y del amor.
Simpática, tierna y complaciente.
Con una música y una fotografía excelente y una solvente dirección de actores.
El lunes 10 de noviembre de 2025, Sevilla amaneció otra vez como un regalo: cielo despejado, frío a primera hora y ese calorcito amable del mediodía que te recuerda por qué esta ciudad vive de puertas abiertas. En su cuarto día, el Festival de Cine Europeo de Sevilla nos llevó desde el campo macedonio hasta los desiertos contados desde el Reino Unido, pasando por hoteles en decadencia y aldeas belgas llenas de vida. Un menú cinematográfico tan variado como estimulante.
DJ Ahmet
La jornada empezó temprano con DJ Ahmet, una producción de Macedonia dirigida por Georgi M. Unkowski.
El film nos sitúa en un entorno rural duro y machista, donde un chaval de quince años es sacado del colegio para ayudar a su padre en las tareas del campo. Huérfano de madre, vive con un hermano pequeño que no pronuncia palabra y un progenitor autoritario que impone disciplina a golpe de mirada.
La película, de una belleza serena, retrata con gran sensibilidad la vida precaria del campo macedonio, donde las emociones quedan enterradas bajo el peso del trabajo y la tradición. La llegada de una joven (recién vuelta de Alemania para casarse) sacude la rutina del protagonista y abre una grieta luminosa en ese mundo cerrado.
Con una fotografía espléndida y un ritmo pausado pero preciso, DJ Ahmet es una obra sobre el despertar emocional, la opresión familiar y el peso del patriarcado. Un retrato rural que huele a tierra y a silencio, donde lo que no se dice duele más que lo que se grita.
Straight Circle
A las once de la mañana cambiamos radicalmente de escenario con Straight Circle, película británica dirigida por Oscar Hudson y ganadora del Gran Premio de la Semana de la Crítica en Venecia. La historia se desarrolla en un puesto fronterizo perdido en un desierto, entre dos países históricamente enfrentados. En un intento de cooperación, cada nación envía un voluntario para convivir en ese terreno neutral.
Lo que empieza como un enfrentamiento ideológico se transforma en un estudio profundo sobre la soledad, la rivalidad y la fragilidad humana. Los protagonistas —dos hermanos en la vida real, Elliot y Luke Tittensore— sostienen un duelo interpretativo de una intensidad magnética.
La película rompe todas las expectativas: no es un drama bélico, ni una comedia absurda, ni un alegato moralista. Es, sobre todo, una reflexión sobre las fronteras que nos separan y las que nos construimos dentro. El tono oscila entre el surrealismo, el drama psicológico y la sátira ligera, con momentos que rozan lo poético y lo inquietante a la vez. Una joya que, probablemente, no todos han entendido, pero que sin duda deja huella.
Islas
Tras un paseo delicioso por el centro de Sevilla, con parada obligada junto al Guadalquivir, llegamos por la tarde a los cines Odeón para ver Islas, la nueva película de María Seresesky, protagonizada por Ana Belén. Aquí la cosa se torció un poco. La cinta cuenta la historia de Amparito, una antigua gloria de la canción que regresa al hotel donde solía alojarse. Lo que antes fue lujo y recuerdos ahora es una cadena internacional impersonal, donde ni el dueño ni el espíritu de antaño sobreviven.
Entre los pasillos del hotel, la protagonista se cruza con un joven desesperado que intenta suicidarse metiéndose en la piscina con una mochila llena de piedras. De ese absurdo encuentro nace una relación extraña, entre la compasión y la incomodidad.
El problema es que Islas pretende ser comedia y se queda en melancolía mal digerida. El guion flaquea, la dirección de actores no funciona y el tono se pierde entre el drama y la farsa. Ni siquiera intérpretes solventes como Eva Llorach o Jorge Usón logran salvar el naufragio. En resumen: el fiascodel día, como diría cualquier espectador sincero al salir del cine.
Vitrival
Por suerte, la jornada terminó en alto con Vitrival, una pequeña maravilla belga firmada por Noëlle Bastin y Baptiste Bogaert. Ambientada en el pueblo natal de Bastin —Vitrival, en la región de Balonia—, la película combina costumbrismo, humor y ternura.
El relato sigue a dos policías locales que intentan resolver dos misterios: una cadena de suicidios inexplicables y una serie de pintadas sexuales que aparecen en los lugares más insospechados del pueblo.
Lejos de los tópicos del thriller, Vitrival se apoya en los vecinos reales del pueblo, no en actores profesionales. Todo suena auténtico, improvisado, vivido. En el coloquio posterior, los directores explicaron que el guion se fue construyendo sobre la marcha, a medida que la vida del pueblo les iba regalando historias.
El resultado es una película entrañable y honesta, un homenaje a la comunidad, al diálogo y a la manera en que los pueblos resuelven sus conflictos: entre cafés, chismorreos y solidaridad. Un pequeño milagro rural que deja muy buen sabor de boca.
Epílogo sevillano
El día acaba igual que empezó: con sol, conversación y una ciudad que parece una postal viva. Entre películas, pasos por el Puente de Triana y un café junto al Guadalquivir, Sevilla sigue demostrando que no solo acoge el mejor cine europeo, sino que lo envuelve con la calidez que solo aquí se entiende.
Cuarto día de festival, cuatro miradas distintas y una misma sensación: el cine, cuando se proyecta con sol y alma, sabe mucho mejor.
Costa-Gavras (Loutra Iraias, Grecia, 1933) es uno de los grandes maestros del cine político contemporáneo.
Exiliado en Francia durante la dictadura griega, estudió en el IDHEC de París y se convirtió en un referente del compromiso social en la gran pantalla.
Su salto a la fama llegó con Z (1969), un demoledor alegato contra la represión política que ganó el Óscar a la mejor película extranjera y el Premio del Jurado en Cannes.
Luego firmó títulos esenciales como La confesión (1970), Estado de sitio (1972) o Desaparecido (1982), donde denuncia los abusos de poder y las complicidades de Occidente.
Su cine, riguroso pero apasionado, mezcla el suspense narrativo del thriller con una mirada moral sobre la justicia y la libertad.
Más tarde continuó con obras como Amén (2002) o Adults in the Room (2019), manteniendo intacta su lucidez crítica.
Es, en suma, un director que ha hecho del cine una herramienta política sin perder nunca el pulso artístico.
La confesión tiene el guion de Jorge Semprún y está basada en el libro homónimo de Artur London que narra en primera persona las purgas estalinistas de las que fueron víctimas los disidentes del Partido Comunista checoslovaco, entre ellos el propio London. Estas purgas tuvieron lugar su cénit en el famoso Proceso de Praga de 1952.
Gavras nos conforma un relato meticuloso sobre cómo el sistema estalinista deconstruía la realidad y los personajes con intenciones terribles y oscuras alejadas de toda lógica, ética y moral.
Costa-Gavras, maestro del cine político, lleva aquí su estilo al extremo: cada plano, cada sombra, cada silencio parece formar parte de un interrogatorio interminable.
El guion combina el rigor documental con una estructura narrativa asfixiante: no hay escapatoria para el espectador, que queda atrapado junto al protagonista en un laberinto moral donde la verdad ha sido confiscada por el Estado.
El personaje interpretado por Yves Montand —trasunto de London— pasa de ser un dirigente comunista convencido a convertirse en enemigo del pueblo sin entender por qué.
El proceso es lento, humillante, psicológico.
Simone Signoret, en un papel más discreto pero emocionalmente devastador, representa la dignidad que resiste a la mentira institucionalizada.
Rodada casi íntegramente en interiores sombríos, con una fotografía desaturada que parece oler a humedad y desesperanza, La confesión construye un universo visual opresivo.
El montaje es metódico, deliberadamente repetitivo, como si quisiera replicar la rutina del adoctrinamiento: dormir, ser interrogado, repetir la confesión.
El tiempo, en la película, se dilata hasta el punto de perder sentido.
No hay redención posible, solo la constatación de que los sistemas totalitarios pueden devorarse a sí mismos.
Más allá de su valor histórico, la película es un ensayo sobre la culpa ideológica.
Costa-Gavras no filma héroes ni mártires, sino comunistas fieles destruidos por su propia fe.
Es el gran mérito del film: no mirar desde fuera, sino desde dentro del aparato, desde el corazón mismo del dogma.
El resultado es demoledor: una película que desnuda los mecanismos de manipulación y autodestrucción del pensamiento único, y que obliga al espectador a enfrentarse con una pregunta incómoda: ¿hasta dónde puede un hombre justificar el horror en nombre de una idea?
La confesión no busca conmover, sino perturbar.
Es un film denso, exigente y, en cierto modo, agotador.
Pero en su crudeza está su grandeza: pocas películas han logrado traducir con tanta fuerza el sinsentido del poder absoluto y la aniquilación del individuo.
Más de cincuenta años después, sigue siendo una obra necesaria, un espejo oscuro donde se refleja la tentación totalitaria que, de una forma u otra, siempre acecha.
Samantha López Speranza es una directora audiovisual española con una trayectoria en ascenso.
Se formó en dirección cinematográfica y guion en México y Reino Unido, y trabaja desde Madrid en cine y televisión.
Ha dirigido episodios de series como Sin huellas (2023) y Asuntos internos (2025) para plataformas y cadena pública.
En este 2025 tiene previsto estrenar la película Todos los lados de la cama, continuación de una saga muy conocida en el cine español, lo que marca su salto al largometraje comercial.
Vuelven los protagonistas de la saga: Ernesto Alterio (sensacional)Pilar Castro, María Esteve, Alberto San Juan, Guillermo Toledo, Secun de la Rosa y Nathalia Verbeke. No hecho de menos demasiado a Paz Vega.
De hijos tenemos a Óscar (Jan Buxaderas) y Julia (Lucía Caraballo). El primero decepcionante, a diferencia de la luminosa Lucía que brilla con luz propia.
La película sigue la estela de El otro lado de la cama.
Un film disfrutón en el que te lo pasas bien. Salpicado de un buen número de escenas musicales de temas muy conocidos del pop español, que cantas junto con los personajes.
Tal vez, intrascendente, alejada de la realidad social, que solo busca la evasión y la carcajada, consiguiéndolo en muchas ocasiones.
Cédric Klapisch (Neuilly-sur-Seine, 1961) es un director y guionista francés célebre por retratar con humor y calidez a su generación.
Alcanzó gran popularidad con Una casa de locos (2002) y sus secuelas, formando la llamada “trilogía Erasmus”.
Su cine, como París (2008) o En cuerpo (2022), combina ritmo, ternura y una aguda observación de la vida urbana.
Aquí construye un relato enlazando dos historias en tiempos diferentes.
Finales del siglo XIX y la época actual.
Una chica viaja a París para conocer a su madre que le envía dinero todos los meses.
En 2025 sus descendientes se tienen que reunir para la venta de una vieja casa de campo abandonada desde los años cuarenta.
Los cuatro personajes construirán su árbol genealógico personal, de una manera simbiótica, a través de los objetos de esa casa.
Una película que se ve con una sonrisa en la boca y que nos habla de la importancia de saber de donde venimos y la necesidad de establecer lazos emocionales directos en un mundo dominado por pantallas.
Sevilla amaneció luminosa y amable, incluso siendo domingo. Desde primeras horas, la ciudad respiraba esa mezcla de arte, bullicio y azahar que solo aquí puede olerse en noviembre. El Festival de Cine Europeo de Sevilla sigue desplegando su alfombra azul por calles, plazas y salas. Hoy, tercera jornada del certamen, el día arrancó con color, memoria y un toque de nostalgia.
Los colores del tiempo:
La mañana comenzó con la proyección de Los colores del tiempo, La venue de l’avenir, dirigida por Cédric Klapisch, ese cineasta francés que siempre parece filmar con los ojos del alma y el ritmo de un violín alegre. La película juega con dos líneas temporales: el final del siglo XIX y el presente en 2025. Una joven campesina viaja a París para conocer a su madre; cada mes recibe misteriosamente cien francos de un abogado, hasta que el deseo de saber quién es realmente la lleva a desenterrar secretos familiares.
En el presente, otro grupo de personajes, enfrentados a la venta de una casa rural condenada por la expansión de un centro comercial, vive un proceso similar: reencontrarse con los orígenes, reconciliarse con el pasado y entender de dónde viene la fuerza que los sostiene.
Es una película colorista, vital y llena de ternura, en la que destacan las interpretaciones de Cécile de France, deliciosa en un papel secundario, y Sara Giraudeau, siempre convincente y magnética.
También brillan Vincent Macaigne, en su registro más alegre, y Abraham Wapler, completando un reparto tan coral como encantador.
Una película que se ve con una sonrisa, que invita a creer en la familia y en los hilos invisibles que unen generaciones.
Todos los lados de la cama
A mediodía, el festival se tiñó de humor español con Todos los lados de la cama, dirigida por Samantha López Speranza.
Esta cinta se presenta como una secuela directa de las célebres comedias de los 2000, El otro lado de la cama (2002) y Los dos lados de la cama (2005). Vuelven los personajes, ahora envejecidos pero igual de desorientados, interpretados porErnesto Alterio (sensacional)Pilar Castro, María Esteve, Alberto San Juan, Guillermo Toledo, Secun de la Rosa y Nathalia Verbeke. Solo falta Paz Vega, cuya ausencia se nota, aunque el nuevo elenco joven aporta aire fresco.
Los hijos de aquellos protagonistas repiten los errores sentimentales de sus padres, y la trama se enciende con una boda temprana que desata el caos familiar y sexual.
Los jóvenes, interpretados por Jan Busaderas (que no termina de convencer) y Lucía Caravallo (voluntariosa, pero flojita), encarnan ese relevo generacional que mezcla ingenuidad y vértigo.
El resultado es una película ligera, muy divertida y sin pretensiones trascendentales, de esas que se disfrutan con palomitas y buena compañía. Una comedia coral con sabor a reencuentro y guiños nostálgicos a toda una generación.
La confesión, de Costa-Gavras
La tarde trajo un salto brutal de tono. En la sección de homenajes, el festival recuperó La confesión (L’Aveu, 1970), de Costa-Gavras, proyectada en una copia restaurada que hizo temblar la sala.
El film, protagonizado por Yves Montand y Simone Signoret, con guion del español Jorge Semprún, adapta el libro homónimo de Arthur London, sobreviviente de las purgas estalinistas. La historia se centra en los procesos de Praga de 1952, cuando los disidentes comunistas fueron acusados, torturados y obligados a confesar crímenes absurdos en nombre de la ideología.
Es una película seca, intensa, sofocante, donde el diálogo no da tregua y la voz en off acorrala al espectador. Una obra de una densidad intelectual apabullante, que exige atención y estómago, pero recompensa con una profunda reflexión sobre el poder, la traición y el absurdo del totalitarismo. Sales del cine agotado pero conmovido, y eso siempre es buena señal.
Un paseo bajo la luna sevillana
Tras semejante jornada emocional, nada mejor que salir a respirar Sevilla. Las calles del centro estaban tomadas por una procesión inesperada: la Hermandad de la Virgen del Amparo, que desfilaba con solemnidad y música entre los aplausos del público.
Luego, la noche se convirtió en postal: la Giralda, la Torre del Oro, la Maestranza, los muros de los Reales Alcázares… todo parecía una película sin título, iluminada por la brisa del Guadalquivir.
Así se cerró la tercera jornada del Festival de Cine Europeo de Sevilla: con cine, historia, risas, lágrimas y una ciudad que sabe ser escenario, actriz y público al mismo tiempo.
Jacques Audiard (París, 1952) es uno de los grandes nombres del cine francés contemporáneo, heredero del ingenio literario de su padre, el legendario guionista Michel Audiard, pero con un estilo propio, más seco, emocional y moderno.
Empezó su carrera como guionista en los años 80 antes de debutar como director con Mira a los hombres caer (1994), que ya mostraba su gusto por los personajes marginales y las historias de redención.
Con Un héroe muy discreto (1996) ganó el premio al mejor guion en Cannes, y su consagración llegó con Un profeta (2009), un potente drama carcelario que lo situó entre los grandes del cine europeo contemporáneo.
Le siguieron obras tan intensas como De óxido y hueso (2012), protagonizada por Marion Cotillard, y Dheepan (2015), Palma de Oro en Cannes por su mirada humanista sobre la inmigración y la violencia.
En los últimos años ha explorado nuevos registros con Los hermanos Sisters (2018), un western existencial rodado en inglés, y París, distrito 13 (2021), una historia de amor urbano filmada en blanco y negro.
La última película de Jacques Audiard, Emilia Pérez, es un musical insólito y colorista sobre un narcotraficante mexicano que decide cambiar de sexo y comenzar una nueva vida.
Una mezcla audaz de melodrama, sátira y redención, donde Audiard demuestra que también sabe bailar entre géneros sin perder su pulso autoral.
Su cine combina elegancia narrativa, sensibilidad social y una profunda empatía por los derrotados, convirtiéndolo en uno de los autores más sólidos y versátiles del panorama europeo.
Hay películas que te agarran por el cuello, otras por el corazón. De latir, mi corazón se ha parado, de Jacques Audiard, hace ambas cosas a la vez, y lo hace con una elegancia casi quirúrgica.
Es una historia de redención, pero sin sermones; un drama sobre la violencia y la esperanza, pero contado con el pulso seco y eléctrico del mejor cine francés de los 2000.
El protagonista, Tom, interpretado por un magnético Romain Duris, es un tipo de esos que parecen hechos de contradicciones: joven, atractivo, inteligente… y metido hasta el cuello en negocios turbios.
Trabaja en el submundo inmobiliario de París, un entorno donde el dinero se gana con trampas, amenazas y, si hace falta, con los nudillos.
Su padre, un buscavidas en declive, lo empuja a seguir esa vida de depredador urbano.
Pero algo en él empieza a hacer ruido. Y no es la conciencia: es el piano.
Porque Tom, en otra vida, quiso ser pianista. Su madre lo era, y la música late en él como un corazón olvidado que de repente intenta volver a funcionar.
De ahí el título: ese latido que se detuvo por la violencia, por la vida rápida y sucia, empieza a sonar de nuevo, débil pero insistente.
Y Audiard convierte ese sonido —el del piano, el de las manos torpes buscando armonía— en la metáfora perfecta del alma que intenta afinarse después de desafinar durante años.
El gran logro de Audiard es filmar la redención sin empalago.
No hay milagros ni moralejas.
Hay un tipo que quiere salir del barro, pero el barro tira.
La música aparece como elemento redentor, sí, pero no como varita mágica: es una disciplina, una lucha, un ejercicio casi físico de volver a ser humano.
Cada vez que Tom se sienta al piano, no está tocando notas: está pidiendo perdón.
Y ahí entra Romain Duris, que está sublime. Su interpretación es puro nervio. Se mueve con esa mezcla de energía y fragilidad que lo hace imprevisible: puede abrazar o puede romperte la cara.
Pero cuando toca el piano, el rostro se le suaviza. Por un momento, deja de ser el hijo del delincuente para ser el hijo de la pianista. Y en ese instante, el cine alcanza su punto más alto.
El contraste entre los dos mundos —el de los golpes y el de las teclas— está rodado con una precisión casi musical.
Audiard monta las escenas de violencia como si fueran percusión: rítmicas, cortantes, secas.
Y las del piano como si fueran un adagio de Chopin, donde el tiempo se detiene y el aire se llena de humanidad.
No hay palabras grandilocuentes, pero hay verdad, y eso vale más.
El guion es, además, una sinfonía de silencios.
Tom apenas habla, pero su cuerpo lo dice todo: el temblor de sus manos, la mirada perdida cuando escucha un acorde, la forma en que aprieta los dientes cuando intenta contener su ira.
Es un personaje que no busca el éxito, sino la paz.
Y en ese sentido, De latir, mi corazón se ha parado es casi una película espiritual, pero sin santos ni vírgenes, solo con hombres que intentan dejar de pegar para empezar a tocar.
La música, aquí, es la posibilidad del perdón.
No de los demás, sino de uno mismo.
Es la manera que tiene Tom de demostrar que no está condenado, que debajo de la rabia todavía queda algo que merece la pena salvar.
Y eso, en los tiempos que corren, ya es casi una declaración política.
Visualmente, la película es puro Audiard: fotografía granulada, luces frías, interiores asfixiantes, y una cámara que no juzga, solo observa.
El ritmo es pausado, pero cada plano tiene el peso exacto.
Nada sobra. Nada se explica. Todo se siente.
De latir, mi corazón se ha parado es una película sobre la música, pero también sobre el silencio.
Sobre cómo un tipo perdido entre la violencia y la mentira busca una nota justa, una vibración que lo reconcilie con la vida.
Y cuando, al final, el sonido del piano logra imponerse al ruido del mundo, uno entiende que la redención no está en lo que haces, sino en lo que dejas de hacer.
Una joya. Oscura, intensa, elegante.
Una película que demuestra que el corazón, por muy parado que esté, puede volver a latir… si encuentra la melodía adecuada.
El día amaneció claro, brillante, con ese sol sevillano que no entiende de estaciones y convierte cualquier jornada en una promesa. La ciudad se desperezaba con alegría y el festival seguía su curso con el entusiasmo intacto. Todo parecía indicar que la jornada sería fructífera, y vaya si lo fue.
La mañana comenzó en los cines Odeon con la película italiana Fuori (título español: La vida fuera), del veterano Mario Martone. El director napolitano, siempre atento al alma humana, nos regala una obra luminosa y emocionante sobre la escritora Goliarda Sapienza, interpretada de forma magistral por Valeria Golino. La cinta narra cómo la experiencia de la cárcel y la amistad con una compañera reclusa, Roberta, transforman por completo su vida y su mirada sobre el mundo. Martone logra el milagro de hablar del encierro con un tono vitalista, casi alegre, mostrando que incluso entre barrotes puede florecer la libertad interior.
A media mañana descubrimos una joya suiza de tono completamente distinto: Don’t Let the Sun, dirigida por Jacqueline Zun, una propuesta austera, seca, casi hipnótica. En este mundo distópico las temperaturas diurnas son tan altas que la vida solo es posible de noche. Los humanos se refugian en la oscuridad como si el sol fuera el enemigo. En ese escenario encontramos a un hombre solitario, un “sanador de soledades” que dedica su tiempo a acompañar a quienes no soportan el aislamiento. Pero cuando conoce a Nika, una niña de nueve años, su mundo ordenado se descompone.
La película tiene una atmósfera apocalíptica con estética de los años sesenta, como si la humanidad se hubiera quedado anclada en una época analógica y melancólica. Zun prescinde casi por completo del diálogo, dejando que la imagen, el silencio y la luz nocturna cuenten lo esencial. Es cine que exige al espectador, que no explica, pero que sugiere. Y ese desafío resulta tan fascinante como desconcertante.
Por la tarde, Sevilla cambió de ritmo. En el centro histórico, las campanas marcaron otro tipo de emoción: la procesión extraordinaria del Cristo de la Expiración y la Virgen de las Aguas de la Hermandad del Museo, con motivo del 450º aniversario de su fundación. Fue un acontecimiento único, un desfile de fe, belleza y memoria. Las calles se llenaron de gente, de murmullos y de incienso. Desde mi lugar entre la multitud, me conmovió el fervor con que los sevillanos acompañaban a su Cristo. Después de tantas películas, de tantos mundos imaginarios, aquella procesión devolvía la mirada a lo real, a esa espiritualidad popular que también tiene algo de cine: la luz, los rostros, el movimiento lento de los pasos… pura poesía visual.
Ya de noche, el día cerró su círculo en la pantalla con el policíaco francésCaso 137, del siempre sobrio Dominique Moll. La protagonista, Léa Drucker, interpreta a Stéphanie, una inspectora que investiga las graves lesiones sufridas por un joven durante una manifestación de los chalecos amarillos. El filme avanza con rigor y transparencia: el espectador investiga al mismo ritmo que la policía, sin trampas ni efectismos. Moll filma con precisión quirúrgica, con una puesta en escena austera y un montaje brillante que refuerza la tensión sin perder humanidad. Una película sólida, poderosa, de las que atrapan al público inteligente sin necesidad de artificios.
Y así terminó la jornada: con el alma tocada por la emoción de la fe y la inteligencia del buen cine. Sevilla brilló por dentro y por fuera, como solo sabe hacerlo esta ciudad cuando se mezclan la pasión, la cultura y la luz de noviembre. Un día intenso, completo y, sobre todo, inolvidable.
Dominik Moll (Bühl, Alemania, 1962) es un director y guionista franco-alemán conocido por su maestría en el thriller psicológico.
Alcanzó fama con Harry, un amigo que os quiere (2000), premiada en Cannes, y más tarde con Lemming (2005).
Su estilo mezcla misterio, humor negro y una mirada muy europea sobre la culpa y el deseo.
Dominique Moll se marca con Caso 137 un thriller policiaco limpio, seco y sin postureo, de esos que te hacen confiar otra vez en el buen cine europeo.
Aquí no hay giros imposibles ni persecuciones de helicóptero: hay una mujer, una investigación y una verdad que se resiste a salir a la luz.
La película arranca con una manifestación de los chalecos amarillos, y un joven acaba gravemente herido.
Entra en escena Léa Drucker, que interpreta a Stéphanie, una inspectora metódica, sobria y tenaz, que se pone el caso por montera.
Drucker está estupenda: sin grandes gestos, sin histerias, solo con una mirada que dice “aquí hay algo que no encaja”.
Moll rueda como quien toma notas en una libreta: planos justos, ritmo contenido, precisión quirúrgica. Y eso se agradece.
No hay trampas ni flashbacks tramposos: el espectador investiga al mismo tiempo que la policía, descubriendo cada detalle paso a paso, como si estuviera dentro del expediente 137.
Sí, es una película sobria, casi seca.
A veces parece que no pasa nada, pero en realidad está pasando todo.
Lo interesante aquí no es el crimen, sino el sistema, los silencios, los engranajes que se oxidan.
Moll consigue que un simple informe policial tenga más tensión que una persecución en moto por los Campos Elíseos.
Y cuando llega el final, no hay fuegos artificiales ni violines. Solo una sensación incómoda, de esas que se te quedan en el estómago: la certeza de que la verdad, a veces, duele más que la mentira.
Caso 137 es cine adulto, elegante, sin adornos. No te va a levantar del asiento, pero sí te va a dejar pensando un buen rato. Que ya es más de lo que hacen la mayoría.
Margherita Spampinato (Palermo, 1979) es una directora y guionista italiana formada en La Sapienza de Roma.
Ha trabajado en producción y dirección artística antes de centrarse en el cine de autor.
Su obra destaca por la mirada femenina y social, con especial atención a las raíces sicilianas.
Es una de las nuevas voces del cine independiente italiano.
Una anciana, que encuentra compañía en su perrillo y sus vecinas, tiene que acoger a un niño de 10 años durante un verano.
Los dos tendrán que adaptarse a la nueva situación.
Se representa bien ese pequeño universo del viejo inmueble donde las abuelas conviven con sus nietos.
Spampinato compone una película amable, salpicada de elementos de humor, muy humanista, donde nos demuestra que las barreras entre generaciones se pueden derribar y cuando se consigue todo es más satisfactorio y aleccionador.
Milko Lazarov (Bulgaria, 1967-2022) fue un director búlgaro formado en la Academia Nacional de Cine de Sofía, discípulo de Viktor Paskov.
Se dio a conocer con Alienation (2013), presentada en Venecia, y consolidó su prestigio con Ága (2018), una joya minimalista rodada en el Ártico.
Su cine combina lirismo visual y reflexión sobre la identidad y la naturaleza humana.
La niña , protagonista de esta la película padece una rara enfermedad ósea de origen genético, por lo que es considerada por esa poblaciónl un bicho raro.
Estamos ante un drama rural con elementos fantásticos, con un importante componente costumbrista, donde se relatan las labores agrícolas y ganaderas junto con las del hogar.
Estamos en una Bulgaria que ya ha entrado en la Unión Europea, pero donde la vivienda de nuestros protagonistas carece de electricidad y de agua corriente.
Donde se colocan vallas en las fronteras para impedir la llegada de extracomunitarios.
Donde prima la ignorancia, la demagogia, la maldad y la insolidaridad.
Una película potente, interesante, narrada de manera austera y parca en diálogos.
Jacqueline Zünd (Zúrich, 1971) es una directora suiza especializada en documentales intimistas y visualmente cuidados.
Sus películas, como Almost There (2018) o Where We Belong (2019), exploran la soledad, la vejez y las relaciones humanas con gran sensibilidad.
Su estilo combina poesía visual y observación sociológica.
Es una de las voces más personales del cine documental europeo.
Ahora nos ofrece en el Festival de Sevilla esta película que nos presenta un mundo en el que las temperaturas extremas impide la vida durante las horas de sol.
Jona, al que da vida Levan Gelbakhiani, es un personaje triste y melancólico, cuyo trabajo consiste en intentar paliar la soledad de las personas. Su pequeño universo se desmorona cuando tiene que acompañar a Nika, una niña de 9 años.
El sanador enferma y debe encontrar quien le ayude.
Una película austera, con escasos diálogos. Donde el espectador ha de descubrir de qué va todo esto.
Un film en el que es difícil conectar, pero si lo consigues encuentras la satisfacción de sentirte inteligente.
Mario Martone (Nápoles, 1959) es un director y dramaturgo italiano conocido por su mirada humanista y su pasión por la historia y la cultura napolitanas.
Ha firmado títulos como El joven Faber (1992), Nos vemos mañana (1998) o El amor molesto (1995), basada en Elena Ferrante.
En los últimos años ha brillado con Il giovane favoloso (2014) y Nostalgia (2022), ambas de fuerte carga poética y social.
Ahora nos ofrece un drama centrado en la relación entre la escritora Goliarda Sapienza y la joven delincuente y activista política Roberta.
A la primera le da vida la veterana Valeria Golino. A la segunda la joven Matilda De Angelis. Dos grandes actrices que componen con intensidad unos personajes muy diferentes.
Se conocen en la trena y este encuentro cambiará sus vidas, especialmente la forma de pensar de Goliarda.
El retrato de la vida carcelaria en esa prisión de mujeres es muy potente y muy realista.
El film también tiene un componente valioso de recuperación del personaje de esta escritora, que obtuvo éxito y reconocimiento muchos años después de su fallecimiento.
La ruta de la Plata se desliza bajo las ruedas con esa serenidad de los viajes que no tienen prisa. Entre lloviznas intermitentes y un cielo gris que se va abriendo paso, el sur nos recibe con su mejor sonrisa. Sevilla, espléndida y cálida, nos da la bienvenida a su 22ª edición del Festival de Cine Europeo, que del 7 al 15 de noviembre convierte la ciudad en un escaparate privilegiado del mejor cine del continente.
El hotel designado como sede oficial – el Hotel NH Plaza de Armas – sirve como escenario cotidiano para los encuentros del festival, las proyecciones informales y los “cafés con…” que han marcado su agenda.
En un pasillo del hotel, entre cafés, sonrisas de acreditados y una panorámica de butacas por venir, tuve la oportunidad de compartir unos minutos con Antonio Bigar, director del Festival de Málaga. Su figura, acostumbrada a escenarios y alfombras, adquirió una dimensión más insólita cuando descubrí que su formación académica parece tener raíces distintas al cine: según nos indicó de forma informal, durante la conversación, posee una formación en Ciencias, concretamente en Química, antes de dedicarse al audiovisual.
Bigar comentó que “la química –en sentido literal– me enseñó que los procesos requieren paciencia, mezcla adecuada de elementos y condiciones de contorno precisas. Y en el cine pasa algo parecido”. Esta analogía, a medio camino entre lo lúdico y lo profesional, nos invita a pensar que dirigir un festival no es tan distinto de supervisar un laboratorio: se seleccionan ‘reactivos’ (películas), se controlan las condiciones (programación, sedes, público) y se observa la reacción (impacto del cine en la audiencia).
Y cuando le pregunté sobre la colaboración entre festivales, respondió: “La química entre festivales es más importante de lo que muchos creen: intercambiar miradas, compartir apoyo, prestarse sedes o invitados… Es como una red de laboratorio que experimenta con el arte del cine”.
El primer alto en el camino es en los cines Odeon, en el centro comercial Plaza de Armas, donde empieza la aventura cinematográfica. La primera película del día, Un anno di scuola, de la directora italiana Laura Samani, nos traslada a Trieste, donde una adolescente sueca se enfrenta al laberinto emocional del acoso escolar. Samani, con su sensibilidad habitual, retrata la dureza de la adolescencia, la fragilidad de la amistad y, sobre todo, la persistencia de un machismo que sigue anclado en la sociedad italiana. La película conmueve sin caer en el dramatismo fácil y confirma a su directora como una de las voces más sólidas del nuevo cine europeo.
Al caer la tarde, el festival se viste de gala. El Cartuja Center CITE acoge una ceremonia inaugural luminosa, presentada por Alfonso Sánchez y Alberto López, los inseparables Compadres. En el escenario, se respira entusiasmo: 350 cineastas de toda Europa participan en esta edición que reivindica la diversidad y el compromiso del cine europeo con su tiempo.
El momento más emotivo llega con el Giraldillo de Honor concedido a Alberto Rodríguez, director de La isla mínima, Grupo 7 o Modelo 77, entre otras. Su discurso, sencillo y sincero, es un homenaje a Sevilla y a un modo de hacer cine arraigado en su tierra. Los aplausos, largos y cálidos, confirman el cariño del público hacia uno de los cineastas más queridos del panorama español.
Y cuando parecía que la noche no podía brillar más, Falete hizo suya la canción Ne me quitte pas, y el teatro entero se rindió a su voz, que llenó el auditorio de emoción pura. Un cierre de gala con acento andaluz y alma europea, que marcó el inicio de unos días dedicados al arte, la pasión y el diálogo cinematográfico.
Comienza el festival, y con él, esa magia que solo el cine sabe despertar: la de mirar al mundo con ojos nuevos, aunque el sol, en Sevilla, parezca el de siempre.
Springsteen: Deliver Me From Nowhere… y del aburrimiento, si puede ser.
Scott Cooper (nacido en 1970, en Virginia, EE. UU.) es un director, guionista y actor estadounidense conocido por su estilo sombrío y realista.
Debutó con Corazón rebelde (2009), que le valió un Óscar a Jeff Bridges, y consolidó su carrera con La ley del más fuerte, Black Mass: Estrictamente criminal y Hostiles.
Su cine suele explorar la violencia y la redención en entornos duros y moralmente grises.
Springsteen: Deliver Me From Nowhere es el título de esta película biográfica (biopic) dirigida por Scott Cooper, centrada en la figura de Bruce Springsteen y, en concreto, en el proceso de creación de su legendario álbum Nebraska (1982).
El título viene de una de las frases más representativas del disco —“Deliver me from nowhere” (“Sálvame de la nada”)—, que resume perfectamente el tono oscuro, introspectivo y casi desesperado del álbum.
Springsteen estaba en una etapa personal muy sombría, grabando en soledad, en su casa, con una grabadora de cuatro pistas y sin acompañamiento de la E Street Band.
Así que, en resumen, Deliver Me From Nowhere significa literalmente “Sálvame de la nada” o “Líbrame del vacío”, y simboliza esa búsqueda interior de sentido que marcó tanto el disco como la vida del músico en aquel momento.
Scott Cooper se mete en el universo más sombrío de Bruce Springsteen y nos entrega una película tan triste que dan ganas de abrazar al reproductor para consolarlo.
La cinta se centra en la época en la que El Jefe grabó Nebraska, solo, en su casa, con una grabadora y todos sus demonios haciendo coro.
El problema es que la película se contagia de esa tristeza y acaba siendo un viaje pantanoso, denso y, por momentos, casi hipnóticamente aburrido.
Springsteen aparece deprimido, introspectivo, ensimismado hasta la parálisis, y Cooper parece tan respetuoso con su melancolía que se olvida de nosotros, los espectadores, que también necesitamos un poco de aire.
Es cine gris sobre música gris, con una belleza apagada y una narrativa tan lenta que uno acaba entendiendo por qué el disco se llama Nebraska: todo parece un paisaje vacío al que le falta vida.
Una película interesante, sí, pero para valientes con mucha fe… o con muy buen café.
El actor protagonista, Jeremy Allen White, conocido por dar vida a Carmen “Carmy” Berzatto en The Bear, no encaja con el personaje, y nunca termino de ver a the Boss.
Eloy de la Iglesia: cuando el celuloide era más fuerte que la metadona.
El realizador vasco Gaizka Urresti, curtido en documentales que desentierran lo que el cine quiso y no pudo ver, nos ofrece con Eloy de la Iglesia, adicto al cineuna especie de biopic en mascarada: el retrato de Eloy de la Iglesia —cineasta rebelde, “enfant terrible”, explorador de la marginalidad y provocador de la transición española— quien no sólo hizo películas, sino que dejó que su propia vida se filmara de contrabando.
El documental, con esa mezcla de admiración y crónica sin filtros, muestra cómo Eloy de la Iglesia atravesó censuras, drogas, gloria fugaz y olvido voluntario para volver, al fin, al cine como tabla de salvación… o de escape.
Verlo es como abrir un viejo cajón de carretes donde la luz apenas entra, y te das cuenta de que el azar, la valentía y el miedo pueden caber en un solo plano.
Urresti no lo hace todo meloso: nos pone frente al cineasta con sus excesos, sus aciertos, sus errores, y nos lanza la pregunta: ¿qué es ser adicto al cine?
Porque aquí no hablamos solo de hacer películas, sino de vivirlas, arrastrarlas, quemarlas, y volver a recoger los trozos para proyectarlos en la pantalla de la memoria. Y en esa pantalla se ve… mucho más que imágenes.
Si te gusta el cine que gruñe, que se equivoca, que sangra y se ríe al mismo tiempo: este documental es tu cita.
Porque “adicto al cine” puede ser una definición de amor, pero también de castigo.
Y ambos sentimientos caben en 95 minutos que se miran como un thriller existencial.