Christian Petzold (Hilden, Alemania, 1960) es uno de los grandes nombres del cine alemán contemporáneo y figura clave de la llamada Escuela de Berlín.
Su cine, elegante y emocionalmente contenido, indaga en la identidad, la culpa y el desarraigo.
Ha firmado obras destacadas como Bárbara (2012), Phoenix (2014), En tránsito (2018) y Afire (2023).
Petzold filma el amor como si fuera un fantasma que nunca termina de irse… y que, encima, te deja las llaves de casa.
Laura, una estudiante de piano, a la que da vida la alemana Paula Beer, sufre un accidente. Es recogida y cuidada por una extraña mujer con una casa al lado de un camino rural.
Las dos mujeres están tocadas por la vida. Gran parte del interés de la película está en el misterio que esconden.
Las dos se ayudarán a sanar…
Una película compuesta desde el relato de los hechos, con el fondo de los sentimientos.
La mirada profunda y penetrante de Paula Beer y la ternura de su auxiliadora, interpretada por Barbara Auer, son el mayor atractivo de este film.
La actriz y directora estadounidense Kristen Stewart nació el 9 de abril de 1990 en Los Ángeles, California.
Su salto al gran público llegó con su papel de Bella Swan en la saga The Twilight Saga (2008-2012), que la convirtió en un fenómeno mundial.
Desde entonces ha buscado proyectos más personales e independientes: su trabajo en películas como Clouds of Sils Maria (2014) le valió el César a Mejor Actriz de Reparto, siendo la primera actriz estadounidense en lograrlo en décadas.
En 2021 fue nominada al Óscar a Mejor Actriz por su interpretación de la princesa Diana enSpencer(2021).
Más recientemente ha dado el salto detrás de la cámara y debutado como directora con The Chronology of Water (2025), lo que refuerza su transición hacia un papel creativo más amplio en el cine.
En resumen: Kristen Stewart pasó de ícono juvenil de masas a actriz del “otro cine” con inquietudes autorales… y ahora también directora.
La ópera prima de Kristen Stewart, basada en las memorias de Lidia Yuknavitch, es una experiencia sensorial intensa, por momentos fascinante y, otras veces, agotadora.
The Chronology of Water sigue el descenso emocional de una nadadora marcada por el trauma, el abuso y la autodestrucción.
La protagonista —interpretada con una entrega brutal por Imogen Poots— se convierte en un cuerpo que flota entre la memoria y la culpa, y su dramatismo resulta tan poderoso que casi duele mirarla.
Stewart filma con una mirada febril y poética, sin miedo a lo incómodo.
Cada plano es una inmersión en la mente rota del personaje, y ahí la película encuentra su mayor fuerza: en esa verdad desgarrada que nunca se disfraza.
Pero, y aquí llega el pero, el film abusa de los efectos sonoros estridentes.
Los ruidos metálicos, los zumbidos, los estallidos eléctricos… acaban ahogando lo que la imagen ya transmitía con fuerza. Es como si el dolor necesitara subrayarse con megáfono.
Aun así, The Chronology of Waterconfirma que Kristen Stewart no ha llegado a la dirección para pasar desapercibida.
Es cine extremo, torpe a veces, pero con una autenticidad rara.
Un debut que suena demasiado alto, sí, pero que deja huella.
Cuando los fantasmas son más majos que aterradores.
Julian Radlmaier (nacido en Núremberg, Alemania, en 1984) es un director y guionista con un estilo tan irónico como político.
Formado en la dffb (Escuela Alemana de Cine y Televisión de Berlín), ha firmado películas como Self-Criticism of a Bourgeois Dog (2017), Blutsauger (Vampir comunista) (2021) y Aus meiner Haut (2024).
Su cine combina marxismo, humor absurdo y estética retro con una elegancia muy berlinesa.
Es como si Godard se hubiera apuntado a un curso de sarcasmo con Marx de profesor.
Esta cinta de Julian Radlmaier, Phantoms of July, se paseó por el Festival de Locarno dentro de su sección de competición, lo cual ya le da un plus de “película de autor” que luego el público quizás no sintió del todo.
Lo que encontramos es un producto simpático: dos mujeres que se sienten atrapadas —una camarera alemana, otra youtuber iraní—, una “caza de fantasmas” en la montaña, encuentros inesperados y un toque de fantasía ligera.
Ahora bien: lo intranscendente le queda como un guante. No porque carezca de intención —que la tiene: habla de soledad, clases sociales, migración— sino porque el tono juguetón y disperso no termina de cuajar en algo profundo o duradero.
Visualmente, Radlmaier juega con escenarios tan concretos como el Este alemán, y los personajes tienen su encanto, pero la película nunca se toma muy en serio la urgencia de sus propias preguntas: las deja flotar, como quien prefiera que el espectador las sienta en vez de resolverlas.
Lo cual no está mal: hay cine ligero que busca divertir más que agitar, y en ese sentido Phantoms of July cumple.
Pero si esperas que te remueva por dentro, que te cambie de sitio, igual sales con la sensación de haber paseado sin destino.
Resumiendo: una película simpática, agradable de ver, discreta, con momentos bonitos y buen rollo entre las imágenes, pero que al volverse a apagar la luz de la sala no deja huella profunda.
Para ver con amigos, palomitas, buen ánimo… pero no para una sesión introspectiva.
Max Walker-Silverman es un director y guionista estadounidense nacido en Colorado, conocido por su sensibilidad poética y su amor por los paisajes rurales.
Su primer largometraje, A Love Song (2022), protagonizado por Dale Dickey y Wes Studi, fue aclamado en Sundance por su sencillez y ternura.
Antes había dirigido varios cortos ambientados en el oeste estadounidense.
Su cine respira silencio, polvo y emoción contenida: como un atardecer en el desierto… con el corazón un poco roto.
Este director nos ofrece en la Seminci la historia de un granjero que lo ha perdido todo por un incendio forestal.
Habla del fracaso, de las dificultades para resurgir en el paraíso capitalista.
Habla de la solidaridad entre los pobres y de cómo la sociedad actual ha domesticado a los “miserables” que ya no piden la revolución, ni se revuelven ante la adversidad, sino que se resignan ante ella e intentan simplemente sobrevivir.
Walker-Silverman realiza un buen retrato de los personaje consiguiendo una buena interpretación de británico Josh O’Connor, a pesar de su eterna cara de tonto.
Ildikó Enyedi (Budapest, 1955) es una directora y guionista húngara de mirada poética y profundamente humanista.
Ganó el Oso de Oro en Berlín con En cuerpo y alma (2017), una historia de amor tan delicada como extraña ambientada en un matadero.
Ya había dejado huella con Mi siglo XX (1989), que obtuvo la Cámara de Oro en Cannes.
Su cine combina realismo y fantasía con una sensibilidad única: parece rodar los sueños… pero con los pies descalzos en la tierra.
El nombre completo del árbol que protagoniza esta película es Ginkgo biloba, tal cual: “ginkgo” es el género y “biloba” la especie.
También se le conoce como árbol de los cuarenta escudos o árbol del templo, y es famoso porque es una especie muy antigua, casi un fósil viviente, originaria de China.
Vamos, que lleva en pie desde antes de que existieran los dinosaurios… y ahí sigue, tan campante.
Ildikó Enyedi convierte la ciencia en poesía, y a Tony Leung Chiu-Wai en su médium más silencioso.
La directora húngara Ildikó Enyedi vuelve con Silent Friend, una película que se atreve a fusionar la botánica, la neurociencia y la filosofía del alma vegetal.
Tres historias, tres épocas y un solo protagonista inmóvil: un majestuoso ginkgo biloba que observa cómo cambian los humanos a su alrededor, sin moverse un ápice.
Desde un punto de vista científico, la cinta plantea un interrogante fascinante: ¿pueden los árboles tener una forma de conciencia?
En la parte contemporánea, Tony Leung Chiu-Wai interpreta al doctor Tony Wong, un investigador de Hong Kong que, en plena pandemia, intenta registrar la actividad eléctrica del árbol como si buscara en él una inteligencia alternativa.
Su interpretación es impecable: contenida, elegante, llena de matices. Uno de esos papeles en los que su silencio dice más que cualquier monólogo.
El film, sin embargo, no es fácil. Su estructura tripartita, que salta entre 1908, 1972 y 2020, apuesta más por la resonancia simbólica que por la claridad narrativa.
El resultado es tan hermoso como difuso: planos sublimes, ritmo hipnótico y una narración que a veces parece perderse entre hojas y raíces.
La fotografía de Gergely Pálos es un prodigio.
Cada era se filma con una textura distinta —del blanco y negro al digital—, y el árbol se convierte en el verdadero protagonista, filmado con una reverencia casi mística.
Silent Friend exige paciencia, pero recompensa con una experiencia visual y sensorial poco común.
Es una obra que no se mira, se contempla.
Y en medio de ese silencio, Tony Leung brilla con la luz tranquila de los grandes intérpretes.
Eva Victor (Estados Unidos, 1994) es una actriz, guionista y comediante conocida por su humor inteligente y su presencia en redes sociales.
Se hizo popular con sus vídeos satíricos para The New Yorker y por su participación en series como Billions y Super Pumped.
En cine ha aparecido en A Nice Girl Like You (2020) y en The Beanie Bubble (2023).
Su estilo combina ironía millennial y crítica social con una naturalidad que la hace parecer la amiga sarcástica que todos querríamos tener en el grupo.
Ahora nos ofrece una dramedia, que impresiona de autobiográfica.
Ha escrito el guion y ha protagonizado y dirigido esta película, que cumple todos los requisitos del llamado cine independiente americano.
Una película que te lleva por los senderos de la comprensión de la protagonista, una chica que ha triunfado por méritos propios en el mundo universitario, pero que lastra sus traumas y sus inseguridades.
Jean-Pierre y Luc Dardenne: los hermanos del alma obrera.
Los belgas Jean-Pierre (1951) y Luc Dardenne (1954) son algo así como los santos patronos del realismo europeo.
Su cine no tiene fuegos artificiales, pero tiene verdad: obreros, migrantes, chavales perdidos… y mucha dignidad filmada con la cámara pegada al cuerpo.
Empezaron en el documental en los años 70, retratando el tejido industrial de Lieja, antes de dar el salto a la ficción con La promesa (1996), donde ya asomaban sus temas: la culpa, la redención y la mirada moral sin sermones.
Luego llegaron obras maestras como Rosetta (1999, Palma de Oro), El hijo (2002), El niño (2005, otra Palma de Oro), El silencio de Lorna (2008), El niño de la bicicleta (2011) o El joven Ahmed (2019).
Su estilo es reconocible al instante: cámara al hombro, luz natural, montaje austero y una empatía brutal por los marginados.
No juzgan, observan; no adornan, acompañan.
Todo parece sencillo hasta que te das cuenta de que nadie más logra contar tanto con tan poco.
Los Dardenne no hacen películas para entretener: las hacen para recordarte que la compasión todavía existe.
En su cine no hay héroes, pero sí humanidad a raudales. Y eso, en los tiempos que corren, ya es casi ciencia ficción.
Ahora nos retratan las vidas de cinco jóvenes, casi niñas, en un refugio para madres adolescentes.
Existencias complicadas, que lastran maternidades prematuras.
Distintas maneras de afrontar esas maternidades, con relatos muy sentidos y sinceros.
Porque lo que desborda los sentimientos y provoca mis emociones es la sensación de sinceridad.
Alexe Poukine (Bélgica, 1982) es una directora y guionista que se mueve entre la ficción y el documental con una mirada íntima y feminista.
Se dio a conocer con Petite fille (2016) y alcanzó gran reconocimiento con Sans frapper (2019), donde aborda el consentimiento sexual desde una perspectiva profundamente empática.
Su estilo combina cercanía emocional y precisión formal, sin melodrama ni artificio.
Es de esas cineastas que incomodan… pero para que abras los ojos.
Una trabajadora social con un marido guapete y un hijo muy salado se enamora de un mecánico de bicis…
Una película que sigue a Kika, a la que da vida una sobresaliente Manon Clavel. Ella es el epicentro del relato.
Lo más sorprendente del film es la cantidad de giros argumentales que nos ofrece.
Te va sorprendiendo por la cantidad de sucesos trascendentes que se acumulan, usando sabiamente la elipsis.
En su parte final se centra en el mundo de las relaciones sado maso, con una mirada asombrada, inexperta y compresiva.
Una película muy interesante y, hasta cierto punto, educativa.
Pietro Marcello (Caserta, Italia, 1976) es un director y guionista que ha sabido mezclar documental y ficción con una sensibilidad poética única.
Alcanzó fama internacional con Martin Eden (2019), adaptación del clásico de Jack London, tras obras tan admiradas como La bocca del lupo (2009) y Bella e perduta (2015).
También dirigió Scarlet (2022), confirmando su gusto por los relatos humanistas y las texturas visuales casi pictóricas.
Su cine parece rodado con nostalgia y celuloide viejo… pero con el corazón bien vivo.
Aunque el director lo niegue nos presenta un biopic de los últimos años de la legendaria diva italiana del teatro Eleonora Duse, que vivió entre 1858 y 1924.
Está interpretada por otra diva, Valeria Bruni Tedeschi, que ocupa la mayor parte de los fotogramas que componen el film.
El director se obstina en presentarnos primeros planos de la protagonista, que realiza un interpretación desmesurada, estridente y chillona.
La película no solo me aburrió, por su falta de interés y en su reiteración en los planos de detalle, sino que me llegó a irritar profundamente, por esos gritos y esa falta de comedimiento interpretativo.
Un fiasco total.
Curiosa y paradógicamente, el momento en que sale en pantalla el Duce está bien.
Ni siquiera la presencia de siempre atractiva Noémie Merlant puede salvar este bodrio.
Mascha Schilinski (Alemania, 1985) es una directora y guionista alemana que destaca por su enfoque íntimo y emocional de las relaciones humanas.
Se dio a conocer con Dark Blue Girl (2018), presentada en la Berlinale, donde exploraba la fragilidad de la familia desde una mirada infantil.
En 2024 volvió a la competición con Ivo, un drama delicado sobre el duelo y la conexión entre generaciones.
Su estilo combina sensibilidad visual, silencio y una ternura áspera que deja huella.
Depende del contexto, pero literalmente “Sound of Falling” significa “sonido de la caída” o “sonido de algo que cae”.
Puede referirse a una persona, una hoja, la lluvia… o metafóricamente, al acto de venirse abajo (emocionalmente, por ejemplo).
Vamos, suena poético… pero también un poco deprimente, según cómo lo mires.
La película Sound of Falling(2025) de Mascha Schilinski tiene una ambición admirable: cruzar cuatro generaciones de mujeres en la misma granja alemana y explorar traumas que se transmiten como fantasmas.
Pero aquí va lo que no me convenció: la narración es tan fluida que a ratos resulta confusa. Todo el tiempo saltamos de época, de personaje, sin muchas señales claras para el espectador, lo que genera desconcierto más que misterio.
Y sí: siendo crítico, debo decirlo — me costó engancharme. En muchos momentos el ritmo decae, la historia parece detenerse para admirar el paisaje, los silencios y la atmósfera más que para avanzar; eso puede volverse aburrido si esperas un relato clásico con clímax, nudo y desenlace.
Ahora bien: lo que sí salva el tiro son las propuestas visuales. La granja, la luz fría del norte de Alemania, los encuadres que parecen fotos antiguas vivas… hay una puesta en escena hipnótica que me mantuvo mirando aunque a veces quisiera salir corriendo por un café.
Y el tono poético de la película es innegable: los silencios, los sonidos de la naturaleza, los cuerpos, las miradas, todo funciona más como poema cinematográfico que como drama convencional.
En resumen: es una película que puede gustar a los que aman el cine contemplativo y simbólico, pero para quienes preferimos claridad, movimiento narrativo y algo de chispa… digamos que se queda a medias.
Carlos Saiz es un director español relativamente poco conocido aún, pero con una filmografía en crecimiento que merece atención.
Según su ficha en IMDb aparece como director del largometraje Lionel (2025) y de cortometrajes anteriores como The Bonfire (2020) y Muerte Murciélago (2021).
Su estilo apunta hacia el cine de género independiente, con toques oscuros, humor subterráneo y una estética que parece disfrutar de lo marginal más que de lo convencional.
Aunque la información disponible es escasa, lo que destaca es su apuesta por proyectos personales y un camino creativo que empieza a despegar.
Estaré atento para ver cómo evoluciona —porque parece que va en serio—.
Los protagonistas de esta película son los componentes de la familia Corral.
Su existencia viene marcada por la personalidad arrolladora de un padre, Lionel, que no se queda callado nunca, no para de decir estupideces, va montando broncas gratuitas… Un individuo con el que no puedo empatizar y desprecio profundamente.
Sus hijos se muestran molestos por su comportamiento, pero, al mismo, tiempo sienten una atracción incontenible hacia él.
Un cine que se mueve entre el documental y la ficción, con una cámara que tambalea buscando primeros planos.
Los actores seguían unas mínimas indicaciones del director y actuaban como eran realmente. El propio director afirma que cuanto menos intervenía eran mejor el resultado.
Un cine que enlazo con ciertas producciones de Isaki Lacuesta, que no me atrae nada.
No me gusta la manera de rodar, no me gustan los personajes, la historia me parece vacía.
Lo siento, pero a pesar de mi conocida generosidad, tengo que suspender esta película.
Harry Lighton es un director y guionista británico conocido por su mirada social y su estilo sobrio.
Saltó a la fama con el cortometraje Wren Boys (2017), nominado a los BAFTA, donde abordaba la masculinidad y la religión con ironía y ternura.
También dirigió Leash (2018) y ha trabajado en publicidad y televisión.
Su cine combina realismo británico con sensibilidad queer y una gran empatía por los personajes que viven entre la culpa y la esperanza.
“Pillion” es el asiento de atrás de una moto, donde va el acompañante.
Entre un motero y un multero (de los que van repartiendo papelitos en los parabrisas) se estable una relación de amo esclavo.
Al atractivo motero le da vida Alexander Skarsgård y al dependiente el primo de Harry Potter Harry Melling.
En Maspalomas vi escenas de sexo homo que no había imaginado. En este film me ocurre algo parecido. Me parece perfecto que la sexualidad queer se normalice en nuestras pantallas.
La película tiene un tono de comedia suave, que no provoca carcajadas, pero sí sonrisas.
Una película que te produce cierta incomodidad, porque, aún siendo una relación consentida, percibes que no es demasiado sana.
Romane Bohringer (Pont-Sainte-Maxence, Francia, 1973) es actriz, directora y guionista, hija del también actor Richard Bohringer.
Se dio a conocer con El amante (1992) y ganó el César a actriz revelación por Los amantes del Pont-Neuf (1991) de Leos Carax.
Como directora debutó con L’Amour flou (2018), codirigida junto a Philippe Rebbot, una comedia autobiográfica sobre su separación convertida en convivencia posamorosa.
Su cine y su carrera destilan autenticidad, humor y una deliciosa falta de pudor muy francesa.
Una directora de cine, a la que da vida la misma Romane Bohringer, en un juego de mezclar realidad y ficción interesante y desconcertante, quiere adaptar una novela exitosa.
En esa publicación se habla de la desastrosa madre que padeció la escritora. Drogas, abandono, malos rollos marcaron su infancia.
La directora encuentra muchos puntos en común con su niñez, por ello se siente tan atraída por ese relato.
La confección del guion y del casting, junto con los recuerdos de infancia, son el núcleo de esta extraña película.
Es curioso, e irracional, que se haga un homenaje a una madre tan tóxica y nefasta.
Una película interesante en su formato, donde realidad y ficción se funden y se confunden.
Sergei Loznitsa (Baránovichi, Bielorrusia, 1964) es un director ucraniano conocido por su rigor formal y su mirada crítica sobre la historia y la memoria colectiva.
Alterna documental y ficción en obras como My Joy (2010), En la niebla (2012) o los documentales Maidan (2014) y Babi Yar. Context (2021).
Su estilo es sobrio, paciente y profundamente analítico, una especie de arqueología visual de la violencia y el poder.
Loznitsa filma la realidad sin anestesia… y sin pedirte permiso para incomodarte.
Nos sitúa magníficamente en la Unión Soviética de 1937 donde la policía del régimen detiene, tortura y encarcela sin control.
Un tierno fiscal recién salido de la universidad pretende desmontar el chiringuito.
Todos, incluido el público, sabemos cómo va acabar este pipliolo.
Hay regímenes que solo caen con la muerte del dictador. De eso en España sabemos mucho.
Una tremenda película tan ilustrativa como interesante, que atrapa a los espectadores inteligentes.
Shih-Ching Tsou es una directora, guionista y productora taiwanesa afincada en Estados Unidos.
Debutó codirigiendo con Sean Baker la película Take Out (2004), un retrato realista de un inmigrante chino en Nueva York.
Más tarde colaboró también en Starlet (2012) y Tangerine (2015), consolidando su sello de cine social y humano.
Su mirada combina sensibilidad documental y empatía hacia los marginados, con un estilo sencillo pero lleno de verdad.
Sean Baker escribe como quien escucha conversaciones en la calle y las convierte en cine sin maquillaje.
Sus guiones de Tangerine, The Florida Project y Red Rocket y Anora huelen a vidas reales: moteles baratos, curros precarios y sueños que se desinflan.
No juzga a sus personajes, los acompaña con cariño y mala leche justa.
Y eso, amigo, no se aprende en talleres de guion, se aprende viviendo.
De la mano de la mano de esta directora y de este guionista nos llega esta película taiwanesa que nos habla de los secretos de la familia, de la precariedad y de la infancia desvalida.
De cómo la incultura y la superstición pueden marcar la vida de esta niñita zurda que deambula por el mercado nocturno de Taipéi.
El drama y la comedia se entremezclan consiguiendo que los espectadores disfrutemos con una película que puede ser muy comercial a pesar de su nacionalidad.
Shih-Ching Tsou maneja la cámara (del móvil?) con soltura, entre los callejones rebosantes de lucecitas y elementos coloridos, recogiendo los quehaceres de esta chica, que a todo el mundo cae bien.
Rafael Cobos (Sevilla, 1973) es guionista y director, conocido por su estrecha colaboración con Alberto Rodríguez, con quien ha firmado joyas del cine español como La isla mínima (2014), El hombre de las mil caras (2016) o la serie La peste (2018).
Ganador de varios Premios Goya, debutó como director con Siete jereles (2024), una obra personal sobre la memoria y la identidad andaluza.
Su estilo combina realismo, lirismo y un oído privilegiado para el habla del sur.
Escribe con alma, filma con verdad… y siempre con acento.
Aquí nos presenta en la Seminci un thriller que combina memoria histórica y cine quinqui.
Al frente del reparto, dando vida a estos hermanos, Jesús Carroza y Luis Tosar.
Después de ver como su padre huía antes de ser asesinado, los dos hermanos se separan y llevan vidas muy distanciadas.
Cuando uno sale de la cárcel solo tiene el objetivo de enterrar dignamente a su padre. El otro ir a disfrutar de su jubilación en las costas de Portugal.
La película nos habla de restaurar la dignidad de los desaparecidos y es también una película de atracos.
Además de muy entretenida, salpicada de elementos de humor, hay que destacar la mirada de Jesús Carroza que es capaz de trasmitir una inmensa humanidad y el descubrimiento de Teresa Garzón, con una presencia ante la cámara impresionante.
Tenemos candidatos a los Goya. Actor protagonista y actriz revelación.
Kelly Reichardt (Miami, 1964) es una directora, guionista y montadora estadounidense considerada una de las voces más personales del cine indie norteamericano.
Su filmografía incluye títulos de culto como Old Joy (2006), Wendy and Lucy (2008), Certain Women (2016) y First Cow (2019).
Su cine es minimalista, contemplativo y profundamente humano, centrado en personajes que viven al margen del sueño americano.
Reichardt filma el silencio, el cansancio y la dignidad… y lo hace con una calma que desarma.
The Mastermind significa algo así como “el cerebro” o “la mente pensante” detrás de un plan, normalmente un plan muy elaborado.
A este personaje, que da título a la película le da vida, el actor Josh O’Connor.
Josh O’Connor se dio a conocer como el príncipe Carlos en The Crown y pegó fuerte en la película Tierra de Dios.
Últimamente ha brillado en Challengers, con esa cara de “tímido pero intenso” que ya es marca de la casa.
Aquí hace del típico listillo que resulta que es tonto. No hace falta esforzarse para poner cara de tonto, la tiene de fábrica.
La película tiene algún momento de comedia, tal vez, involuntaria.
Se centra sobre el este atrófico cerebro de un atraco y el retrato de su caída personal y social.
Es la caricatura del vago, que es capaz de hacer cualquier cosa antes que trabajar.
Un personaje patético, que no me inspira ni ternura ni empatía, al que deseo lo peor.
No hay nada más triste que ser gilipollas y no saberlo.
El film no resulta demasiado interesante, porque el personaje no lo es.
No es el fracaso del sueño americano. Es sencillamente el fracaso del tonto americano.
Shu Qi (Taipéi, 1976) es una de las actrices más reconocidas del cine asiático, con una carrera que abarca desde el erotismo artístico hasta el cine de autor y el blockbuster internacional.
Ha brillado en títulos como Millennium Mambo (2001), The Transporter (2002) o The Assassin (2015), de Hou Hsiao-Hsien, con quien ha formado una de las duplas más admiradas del cine contemporáneo.
En 2025 debuta como directora con Girl, presentada en la Seminci, un drama intimista ambientado en la Taiwán de los 80.
Shu Qi confirma así que, además de magnética actriz, también tiene algo que decir detrás de la cámara.
Nos ofrece un drama de mucho peso.
Una tragedia que viene cargada de maridos borrachos, vagos y violentos, una combinación letal y frecuente; pasados ocultos; vidas difíciles; niñas maltratadas; pobreza y miseria.
Vamos, que te dan ganas de salir corriendo.
En esto de los dramas, como en todo, hay que encontrar el punto para que el espectador lo pase mal, pero no puedes echar mano de los tópicos ya conocidos, aunque sean muy reales, porque terminan sonando a cliché y no consiguen sus propósitos.
Tal vez, es mejor ser más sutil.
El film da la sensación de folletín impostado. Fracasa al no obtener el objetivo de emocionar a un público que solo se aburre ante las desgracias que padece esta pobre cría.
Bi Gan (Kaili, China, 1989) es un director y poeta chino conocido por su estilo hipnótico y visualmente deslumbrante.
Debutó con Kaili Blues (2015), que ya mostraba su gusto por los planos secuencia y la mezcla entre sueño y realidad.
Alcanzó fama internacional con Largo viaje hacia la noche (2018), célebre por su impresionante plano de una hora en 3D.
Su cine es pura ensoñación: poesía, memoria y laberintos emocionales rodados con la precisión de un reloj… que se ha quedado sin tiempo.
Pues nada. Que Bi Gan ha vuelto a hacer una de Bi Gan. Es decir: sombría, enigmática y con más virguerías visuales que un concurso de drones artísticos en Año Nuevo.
La película, Resurrection, se mueve por paisajes medio derruidos, nieblas que no se disipan y personajes que hablan poco y miran mucho, como si todos supieran algo que tú no.
Y sí, así te quedas: con cara de “¿he entendido algo… o me están tomando el pelo poético?”.
No es que la peli sea mala, ojo, es que exige una paciencia mística que algunos días no se tiene.
La historia va saltando entre sueños, recuerdos, identidades borrosas y simbolismos de manual abstracto.
Shu Qi está magnética, eso sí, con ese aire de “sé algo triste que no pienso contarte”.
Bi Gan demuestra otra vez que la cámara puede flotar, girar, deslizarse y probablemente hasta hacer yoga, pero al final uno echa de menos un poquito más de alma directa y menos “mira qué bonito el plano largo y el color púrpura existencial”.
No digo que no tenga momentos poderosos: los tiene. Pero es una de esas pelis que ves y piensas: —Esto es arte, sí. —Pero también es un laberinto en penumbra.
Si te apetece pasear por la mente de alguien que sueña en 4K y habla en metáforas, adelante.
Si buscas algo que te abrace y te cuente una historia clara… pues igual hoy no.
Bonita, misteriosa y un pelín agotadora.
Pero oye, Bi Gan sigue a lo suyo, sin pedir permiso ni perdón. Eso también tiene su punto.
Ido Fluk es un director y guionista israelí nacido en Haifa en 1980.
Debutó con Never Too Late (2011), una cinta independiente rodada en Israel, y se dio a conocer internacionalmente con The Ticket (2016), protagonizada por Dan Stevens, sobre un hombre ciego que recupera la vista.
Su cine explora la identidad, la fe y la fragilidad humana con un tono intimista y visualmente cuidado.
Es de esos directores que prefieren mirar dentro antes que disparar fuegos artificiales.
Pues nada, pongámonos la corbata —o mejor dicho, los tirantes de jazz— y entremos en el mundo de Köln 75, la nueva peli de Ido Fluk que mezcla jazz, punk, riesgo y juventud (sí, es tan raro como suena) para narrar la historia de cómo se organizó ese mítico concierto de Keith Jarrett en Colonia en 1975. Y vaya si vale la pena.
En el centro tenemos a la incombustible Mala Emde como Vera Brandes, una chiquilla de 18 años que, contra todo pronóstico, organiza un concierto de jazz que casi nadie esperaba. Su energía, su rebeldía, su pasión por la música —y esa sensación de “sí, soy pequeña, pero voy a liarla parda”— son de lo más contagioso.
La ambientación ochentera-setentera: las calles de Colonia, el ambiente de club, los anuncios, los pósteres, el jazz que vibra por cada rincón.
El film se permite respirar música y contar la historia sin que uno lo note demasiado: “esto va de jazz, pero también va de creer en lo imposible”.
Y lo mejor: ese espíritu de “hago una fiesta en la que no creía nadie y, mira tú por dónde, la historia se hace”.
Eso le pone chispa al relato. Fluk lo describe como “una historia punk rock con jazz” (sí, lo di-ijo).
Se podría pulir el tramo que se centra en el propio Jarrett (interpretado por John Magaro) y sus “problemas de genio” se siente un poco más convencional, menos vibrante que la historia de Vera. Cuando la película baja un poco el ritmo lo notamos.
Si no te va el jazz o no conoces la anécdota que hay detrás, puede que al principio pienses “¿y este rollo de piano rotos y conciertos raros…?”. Pero tranquilo: la peli te engancha.
Merece la pena porque es uno de esos filmes que te hacen pasar un buen rato y aprender algo sin que te lo den en sopa.
Ver esta peli es como si te recetaran “una dosis de pasión artística”, “una pizca de historia cultural” y “una buena banda sonora” (sin efectos secundarios).
Además, es ideal para los que pensamos que detrás de cada gran músico, hay una persona que dijo “sí, vamos a jugar a ver qué pasa”.
Una obra simpática, dinámica y con corazón.
Cumple, vibra y te deja con ganas de escuchar el disco de Jarrett (y de organizar un concierto propio… aunque sea en el salón de tu casa).
Si tuviera que ponerle “pero”: que no baja gente la guardia del todo —pero qué más da cuando lo que sube es la sonrisa del espectador.
En resumen: Si estás dispuesto a dejarte llevar por una historia que combina música, juventud, empeño y “riesgo calculado”, Köln 75 es tu entrada ideal.
Y recuerda: “cuando el piano está medio roto, el arte empieza a hacer gimnasia”.
¡Espero que te guste (y ojalá te inspire a escribir tu propio episodio de “voy a cambiar el mundo”… al menos en versión médica-cinéfila)!
Manuel Gómez Pereira (Madrid, 1958) es un director y guionista español conocido por su habilidad para la comedia coral y los enredos sentimentales.
Alcanzó el éxito con Boca a boca (1995), ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? (1993) y El amor perjudica seriamente la salud (1996), tres iconos del cine español de los 90.
Ha trabajado con actores como Javier Bardem, Ana Belén o Verónica Forqué, siempre con diálogos rápidos y mucho humor.
En los últimos años ha abordado temas más serios, como en Reinas (2005) o La ignorancia de la sangre (2014).
Es un cronista del amor español… con risas, enredos y algo de neuroticismo castizo.
Ahora nos ofrece una comedia trágica.
Una cena para el Generalísimo y sus generales en el mejor hotel de un Madrid recién “liberado”, que hay que organizar de la mañana a la noche.
El relato de 10 horas, donde se describe minuciosamente la realidad española del momento.
El drama de esos días (y de muchos más) es retratado con sentido del humor, la única manera de hacerlo digerible para el espectador.
En un reparto muy coral destacan por sus brillantes interpretaciones Asier Etxeandia y Alberto San Juan. Los dos dominan la escena en papeles muy diferentes.
Mario Casas intenta ejercer de pareja cómica de San Juan, sus escasas capacidades interpretativas aún empequeñecen más ante la brillantez de un Alberto extraordinario.
Mario, lo siento, pero eres un paquete.
Estupenda la casi debutante Nora Hernández.
Una grandísima comedia que espero que tenga gran éxito en taquilla.
Como diría la fachosfera: “otra película más sobre la Guerra Civil”.
Joachim Rønning (nacido en Sandefjord, Noruega, en 1972) es un director y guionista especializado en cine de aventuras y fantasía.
Junto a Espen Sandberg, codirigió Kon-Tiki (2012), nominada al Óscar, y después dio el salto a Hollywood con Piratas del Caribe: La venganza de Salazar (2017).
También dirigió Maléfica: Maestra del mal (2019) y ha estrenado Tron: Ares para Disney.
Su cine combina épica visual y ritmo de blockbuster, con un toque nórdico de precisión y frío calculado.
La saga Tron es una rareza luminosa dentro de la historia del cine de ciencia ficción.
Comenzó en 1982 con Tron, dirigida por Steven Lisberger, una película que se adelantó décadas a su tiempo al mezclar acción real con animación por ordenador.
Jeff Bridges daba vida a un programador atrapado dentro de un videojuego, un concepto que hoy suena a rutina digital pero entonces era pura locura futurista.
En 2010 llegó Tron: Legacy, dirigida por Joseph Kosinski, con un despliegue visual impresionante, banda sonora de Daft Punk y una estética que convirtió las motos de luz en iconos de culto.
Ahora, con Tron: Ares en camino bajo la dirección de Joachim Rønning, la saga promete regresar a la pantalla con nuevos brillos de neón y dilemas existenciales sobre la inteligencia artificial.
En resumen: Tron empezó como una apuesta arriesgada y acabó siendo la biblia estética de los hackers con estilo.
Esta entrega parece hecha a piñón fijo, con un argumento rutinario, de manual.
Sin grandes novedades en cuanto al argumento, aporta el atractivo estético propio de la marca y un barniz de nostalgia.